Breve historia de Aragón V: La conquista de Mallorca

LA CONQUISTA DE MALLORCA

La conquista de Mallorca fue la oportunidad de solucionar de una tacada muchos de los males endémicos que acontecían a la corona aragonesa. En primer lugar, permitiría subsanar la precaria Hacienda real y también limpiar la «mala fama» de la aristocracia catalana sumida en constantes luchas internas.

De este modo, destacados barones, eclesiásticos y mercaderes catalanes se reunieron el mes de noviembre de 1228 en un banquete celebrado en la costera ciudad de Tarragona. Allí se propuso al rey Jaime I organizar una expedición para someter a los piratas musulmanes de la isla de Mayûrqa, actual Mallorca, que tanto castigaban el comercio marítimo.

El rey aragonés aceptó deseoso de canalizar la belicosidad de sus nobles hacia los debilitados almohades de al-Ándalus. Así fue como el 5 de septiembre de 1229 de los puertos de Salou, Cambrils y Tarragona partieron ciento cincuenta naves que transportaban ochocientos caballeros y mil peones con el objetivo de conquistar la ansiada isla. Pero no habían surcado veinte millas cuando surgieron las primeras dificultades, un temporal de Levante puso a prueba una tripulación inexperta dirigida por un rey poco acostumbrado a capear las olas. Después de implorar su salvación a la Virgen María la flota llegó sana y salva a la cala de Santa Ponsa, actualmente una conocida localidad turística en la parte occidental de la isla.

Al avistar Medina Mayûrqa desde la sierra de Portopí el rey quedó maravillado de la esplendorosa ciudad que estaba a punto de conquistar. Tal y como relata él mismo en el Llibre dels Feyts, «era la villa más bella jamás vista». Y no había para menos, pues la capital era una próspera ciudad con más de veinticinco mil habitantes y una superficie de cien hectáreas, tres veces más grande que la Barcelona de aquellos tiempos.

Acto seguido, el día 11 de aquel mes de septiembre, el ejército andalusí salió de la ciudad y se desplegó en una posición ventajosa entre la sierra de Portopí y el mar. La gran batalla tuvo lugar al día siguiente y a juzgar por las crónicas sucedió en un gran desorden. Los caballeros cristianos retrocedieron varias veces ante la acérrima resistencia musulmana y sólo las amenazas del rey al grito de «vergüenza caballeros» lograron cambiar su actitud. Una muestra de esta cobardía fueron las excusas presentadas por el caballero Guillermo de Mediona que pretendió ausentarse de la batalla porque una pedrada le había sangrado el labio. El soberano le reprendió con firmeza que «por tan poca cosa un caballero no abandona».

Tras la derrota de Portopí, las huestes musulmanas se refugiaron en el interior de la ciudad, que pronto fue cercada por Jaime I. Las sólidas murallas de Medina Mayûrqa auguraban un largo asedio y ambos bandos optaron por la guerra psicológica. Por un lado, los invasores lanzaban cabezas de los prisioneros decapitados con el objetivo de atemorizar a la población y los musulmanes colocaron prisioneros frente la muralla para evitar los proyectiles.

El asedio también se convirtió en un duelo de ingeniería, las tropas de Jaime I bombardeaban las murallas con piedras pesadas de enorme poder destructivo. A su vez, cuerpos de zapadores construían minas con el objetivo de llegar a la base de la muralla y hundir sus fundamentos. Todo ello debía ir acompañado de la construcción de torres de asalto para cuando aconteciera el ataque definitivo.
Después de semanas de espera, a finales de diciembre, se acercaba la hora del asalto final. Antes de la contienda, el rey obligó a sus caballeros a jurar que no retrocederían si no estaban heridos de muerte. Y en la misa anterior a la batalla los soldados cristianos lloraban y se abrazaban seguros de que no volverían a ver amanecer. Finalmente, el 31 de diciembre de 1229, centenares de peones y caballeros ávidos de venganza se lanzaron sobre los defensores de Medina Mayûrqa. El desenlace fue una auténtica masacre, la ciudad fue saqueada por espacio de siete días y en este intervalo de tiempo veinte mil personas fueron pasadas a cuchillo. Todo parecía un mal sueño, la nobleza enloqueció ante el botín de guerra y saqueaba cuanto hallaba en su paso. Los peones y caballeros más modestos se rebelaron al comprobar, con desagrado, que las subastas de los tesoros favorecían los nobles más poderosos. Incluso el propio Jaime I tuvo que comprar al gobernador Abû Yahya regateando el precio a sus caballeros. Por si fuera poco el caos, una epidemia de peste asoló las tropas catalano-aragonesas, que no habían podido enterrar a todos los muertos.

Los escasos supervivientes musulmanes se escondieron en cuevas de las sierras de Artá y Tramontana. Pero, entre junio de 1230 y el verano de 1232, el rey Jaime redujo los rebeldes a cautiverio con la ayuda inestimable de las órdenes militares del Temple y el Hospital. La victoria tuvo un efecto dominó, pues los andalusíes de Menorca se rindieron en junio de 1231, temerosos de seguir la suerte de sus vecinos. Sólo quedaban Ibiza y Formentera, entonces una isla esta última deshabitada, que fueron conquistadas por el arzobispo de Tarragona, Guillermo de Montgrí, en 1235.

Breve historia de la Corona de Aragón
David González Ruiz, 2012