Breve Historia de Aragón IV: Jaime I, primeros años

Jaime I, considerado uno de los monarcas más brillantes de la Corona de Aragón, ha pasado a la historia con el sobrenombre del Conquistador. Pero tan decisiva figura para la historia del reino aragonés fue engendrada en circunstancias inverosímiles y durante sus primeros años padeció una dura infancia, como veremos a continuación.

Nacido el 1 de febrero de 1208, el infante Jaime era hijo de Pedro II el Católico y la doncella María de Montpellier, por las venas de la cual corría sangre imperial bizantina, pues esta descendía de la importante dinastía de los Comnenos al ser hija de la princesa Eudoxia. A pesar de que Pedro había prometido sobre los Evangelios no separarse de su esposa, su carácter libertino le impulsaba a seducir a cualquier hermosa dama de la corte salvo a la desdichada María, a quién repudiaba por no haberle dado hasta entonces un hijo varón.

Por ello el rey Pedro planeaba anular su matrimonio con María de Montpellier para casarse con María de Montferrato, reina de Jerusalén, y de paso incrementar su caché uniéndose a una reina. Ante la negativa del papa Inocencio III de acceder a las peticiones del soberano aragonés, este se libró con desenfreno a una vida liviana.
En una de esas noches lujuriosas, estando el rey en la ilerdense villa de Miravalls, se dirigió hacia sus aposentos, convencido que le esperaba una cortesana en la alcoba. Pero María de Montpellier, aprovechando la oscuridad, había substituido a la amante y ambos disfrutaron de una noche de placer sin que el rey supiera que realmente se estaba acostando con su esposa. Según el cronista Ramón Muntaner, el suceso fue una autentica conspiración, pues en los aposentos también se escondieron hasta el amanecer, con velas y rezando, el séquito de la reina para sobresalto del rey al despertar.

A raíz de aquel engaño, María quedó encinta de un niño varón: el futuro rey Jaime. Más adelante, el propio soberano aragonés calificaría el engendramiento como un hecho «milagroso» fruto de la «voluntad divina», según el relato del Llibre dels Feyts del rey en Jacme, la crónica de su vida que él mismo dictó y una fuente imprescindible para conocer de primera mano la vida del monarca. Cabe destacar que esta obra, escrita con un lenguaje espontáneo y sincero, fue la primera de las cuatro grandes crónicas de la Corona de Aragón escritas por los propios reyes o por reputados cronistas a lo largo de la baja Edad Media.

Nada más nacer, en la ciudad materna de Mont- pellier, situada en el actual sureste francés, María envolvió al bebé entre sus brazos y, aquella misma noche, partió hacia la iglesia de Santa María, donde al entrar sonaban cánticos del Te Deum Laudamus, un himno cristiano tradicional de acción de gracias. Acto seguido, prosiguió su marcha en dirección a la iglesia de San Fermín, en la que se escuchaba el Benedictus Dominus Deus Israel, todo un presagio para los cronistas medievales que insisten en envolver la figura de Jaime de una protección divina, en augurio del gran destino que le esperaba.

Prueba de ello fue el nombre escogido por su madre, nada común en las dinastías europeas de la época. Para elegirlo la reina mandó encender doce velas del mismo peso y tamaño en el altar de la iglesia mayor de Montpellier. Debajo de cada una escribió el nombre de un apóstol y decidió que el cirio que alumbrara más tiempo sería el nombre del futuro rey de la Corona de Aragón. De este modo el nombre de San Jaime se vinculó al recién nacido.

Pero la infancia de Jaime no estuvo exenta de dificultades. La agitación política en los condados occitanos favoreció que, en busca de una salida diplomática al conflicto, su padre no dudara en pactar un matrimonio entre el pequeño Jaime, con apenas tres años de edad, y la hija de su peor enemigo, el despiadado Simón de Montfort. Así fue como el infante Jaime abandonó Montpellier en dirección a la corte del temido líder cruzado.

En septiembre de 1213, tras la aplastante derrota en la batalla de Muret y la muerte de su padre en la contienda, el panorama no era nada halagüeño para Jaime, que entonces ya contaba con cinco años de edad. Por si fuera poco, su madre había fallecido poco antes testando que en caso de muerte de los progenitores su hijo y heredero a la corona aragonesa fuera educado por la Orden del Temple. Voluntad que debía hacer cumplir el papa Inocencio III, en quien María de Montpellier depositó la responsabilidad de cuanto aconteciera al infante Jaime.

Las presiones del papa surtieron efecto y el 25 de abril de 1214 Simón de Montfort entregó el infante a una comisión de nobles catalanes y aragoneses. Estos, en agosto del mismo año, le juraron fidelidad a cambio de la concesión de importantes privilegios durante las Cortes celebradas en la ciudad de Lérida.
A continuación, Jaime fue confiado a los incorruptibles templarios para que se encargaran de su educación en el oscense castillo de Monzón, bajo la tutela del caballero Guillermo de Mont-Rodon. Durante su minoría de edad, la regencia de la Corona de Aragón recayó en su tío abuelo paterno, el conde Sancho Raimúndez. Este compás de espera fue aprovechado por la nobleza feudal para imponer sus condiciones debilitando el poder real.

Mientras, en Occitania, volvían a sonar los tambores de guerra con el beneplácito del nuevo regente que practicaba una política continuista con la del difunto rey Pedro II. El 13 de septiembre de 1217, justo cuatro años después de Muret, el ejército cruzado de Simón de Montfort fue estrepitosamente derrotado por una coalición de nobles occitanos y catalanes en un lugar conocido como La Salvedad, cerca de la ciudad de Tolosa. Meses después el propio Simón de Montfort perecía asediando la capital tolosana tras el impacto de una piedra lanzada por una catapulta provocando que «los ojos, el cerebro, los dientes, la frente y las barras le saltaran a pedazos y el conde cayera al suelo muerto, sangrando y negro» según una crónica occitana.

Pero el nuevo papa, Honorio III, no estaba dispuesto a tolerar la reciente belicosidad occitana. Así que, en una misiva, recordó al joven Jaime I que era rey gracias al apoyo del papado. De olvidar tales advertencias tendría que atenerse a las consecuencias, resucitando los viejos fantasmas de la batalla de Muret. En consecuencia, el rey decidió destituir a Sancho Raimúndez, influido por los ambiciosos consejos de parte de la nobleza catalana y aragonesa, deseosa de hacerse con el poder. Esta decisión le costó al bisoño Jaime las críticas de los trovadores occitanos que no entendían el inesperado giro político. Algunos como Guillermo de Montanhagol tenían claro que era el final de una etapa al trovar poemas como «este país no debe llamarse ya Proensa (‘valentía’), debe tomar el nombre de Falhensa (‘cobardía’), ya que ha cambiado una señoría leal y suave por una codiciosa tiranía».

Los nuevos consejeros del joven príncipe le recomendaron contraer matrimonio rápidamente para dotar de un heredero a la Corona. Jaime accedió y la doncella elegida fue Eleonor de Castilla, hija del rey castellano Alfonso VIII. La ceremonia nupcial se celebró el 6 de febrero de 1221 en la iglesia de la Virgen de la Peña en Ágreda, situada en la frontera aragonesa con Castilla, a orillas del río Queiles. Entonces Jaime era un adolescente de trece años y, más adelante, recordará en el Llibre dels Feyts que, durante el primer año del enlace, «no podíamos hacer aquello que los hombres deben hacer con sus mujeres, pues no teníamos la edad».
Su primer matrimonio fue un fiasco, llegado a la pubertad Jaime rechazó a su esposa alegando consanguinidad de sexto grado y el esponsalicio fue anulado por el papado en 1229. El monarca había dejado de ser un niño y ahora presentaba un aspecto físico que causaba la admiración en cuantos le rodeaban. 

Esta hermosa apariencia no pasó desapercibida al género femenino, llegando a ser calificado por los cronistas medievales como un hom de femmes, o lo que es lo mismo, un seductor.

Todo el mundo deseaba aprovechar la minoría de edad de Jaime I para sacar tajada y la realeza fue sometida a las mayores humillaciones. En una ocasión,el joven rey Jaime y su esposa Eleonor fueron secuestrados durante tres semanas en Zaragoza por nobles aragoneses, debiendo ceder a todas sus pretensiones.

Después del ultraje zaragozano, Jaime se dirigió hacia Tortosa y convocó la curia real, formada por sus consejeros más allegados, con el objetivo de animar a sus vasallos a luchar contra el islam. En agosto de 1225, las tropas del rey asediaron la fortaleza musulmana de Peñíscola, situada en el norte de la taifa de Valencia. Pero la campaña acabó en otro sonado fracaso por la posición privilegiada del castillo sobre el mar y las abundantes reservas de sus moradores, que resistieron más de dos meses el cerco.

Sólo un año más tarde del revés de Peñíscola, en junio de 1226, el monarca lo volvió a intentar de nuevo convocando a la nobleza aragonesa en Teruel. A pesar de la escasa respuesta de sus vasallos, el gobernador valenciano accedió a una tregua a cambio de pagar un importante tributo anual. Este éxito parcial tuvo inoportunas consecuencias, pues una hueste de caballeros aragoneses dispuesta a romper la tregua fue interceptada por la mesnada del rey, y en el lance un noble del séquito real mató al notable Pero Ahonés. Este episodio provocó el alzamiento de los magnates aragoneses que el rey Jaime I sofocó tras enormes dificultades y nuevas concesiones.

La accidentada juventud del rey Jaime había curtido su carácter. Definitivamente, tras los últimos sucesos el monarca había madurado, desarrollando un carácter carismático que muchos éxitos iba a dar a la Corona de Aragón, tal y como veremos a lo largo de este capítulo.

Breve historia de la Corona de Aragón
David González Ruiz, 2012