Breve Historia de la Corona de Aragón III: Los cátaros

El catarismo era un movimiento religioso de inspiración cristiana que se propagó, entre los siglos X y XV, por Europa y Asia Menor. Su doctrina se basaba en un principio dualista de inspiración maniquea que contraponía dos mundos en conflicto permanente: el del Bien y el del Mal. Según sus creencias, Dios era el creador del bien y de todo aquello que procede del espíritu, por el contrario, Satanás era el responsable del mundo físico y la materia que nos corrompe induciéndonos hacia el pecado.

Siguiendo estos preceptos, los cátaros negaban el bautismo por considerar el agua un elemento material e impuro, y también se oponían al matrimonio con fines de procreación ya que ello suponía aprisionar una alma pura dentro de un cuerpo corrupto. Así pues, valores como el ascetismo, la virginidad y el vegetarianismo eran vistos como una forma de encontrar la paz interior del espíritu alejándolo de los males terrenales.

Otra creencia cátara era la reencarnación continua del alma en cuerpos materiales creados por el diablo como castigo. Sólo aquellos que llevaran una vida pura, conocidos como perfectos, podrían romper el ciclo y reencarnarse en un cuerpo apto para favorecer su desarrollo espiritual. De este modo, los cátaros negaban la existencia de la Virgen y la encarnación de Cristo, pues el hijo de Dios jamás se hubiera simbolizado en una forma material al estar contaminada por el pecado.
En contra de lo que muchos pudieran pensar, el catarismo era una religión cristiana que, como se ha dicho antes, se basaba en un principio dualista. Los cátaros leían el evangelio de San Juan y creían en Cristo, pero a diferencia de la Iglesia católica, estaban desprovistos de rituales de culto y de templos, siendo la naturaleza el marco ideal para elevar sus plegarias a Dios.

El catarismo arraigó a la perfección en todos los estamentos sociales. Las críticas a la opulenta vida de la jerarquía eclesiástica, la protección de la creatividad del ser humano, el amparo del desarrollo comercial, la defensa de la mujer y unos principios religiosos basados en la tolerancia para conseguir el diálogo entre civilizaciones pusieron en jaque la doctrina vaticana.

Por entonces, los ministros de la Iglesia católica estaban más preocupados en guerrear, acumular riquezas e inmiscuirse en asuntos políticos que en encontrar soluciones a los problemas espirituales de sus feligreses. Por esa razón el catarismo atacó frontalmente el poder y la influencia de la Iglesia católica recriminando que sus principios nada tenían que ver con una concepción cristiana del mundo.
Occitania, un territorio cuya extensión coincide con el actual Mediodía francés, el valle de Arán catalán y algunas zonas alpinas del Piamonte italiano, fue donde el catarismo arraigó con más fuerza. Tierra de trovadores y encrucijada de culturas, la filosofía cátara encontró un excelente caldo de cultivo en importantes ciudades de la región como Toulouse (conocida por la historiografía al uso como Tolosa), Carcasona o Béziers, entre otras.

Sin embargo, los pontífices romanos tenían muy claro que había que erradicar los brotes de herejía a cualquier precio, y la expansión del catarismo era demasiado evidente para no ponerle remedio. El carismático papa Alejandro III, en el Concilio de Tours celebrado en 1163, expresó con franqueza su preocupación: «una condenable herejía se ha levantado en el país de Tolosa, desde donde han llegado hasta la Gascuña, infectando a gran número de personas».

Al principio, el papado envió legados a las zonas infectadas que se enfrascaron en interminables discusiones dialécticas al más alto nivel, como la acontecida el año 1165 en la localidad francesa de Lombers, situada dieciséis kilómetros al sur de la ciudad de Albí. Ante la falta de resultados visibles, fue el papa Inocencio III quién, tras su llegada al poder en 1198, envió a la región del Languedoc a varios monjes cistercienses para reprimir y convertir a los herejes sembrando el terror con los tribunales religiosos.

Pero la gota que colmó el vaso fue el asesinato de Pedro de Castelnau, un despiadado legado papal famoso por excomulgar a los nobles occitanos que protegían la doctrina cátara. El controvertido monje cisterciense se había reunido la noche del 14 de enero de 1208 con el conde Raimundo VI de Tolosa reclamando su colaboración para extirpar la herejía a cambio de levantarle la excomunión. El encuentro acabó de malos modos con la amenaza del conde tolosano: «Id con cuidado por donde vayáis, por tierra o por agua, no os perderé de vista». Al día siguiente, Pedro de Castelnau fue asesinado a orillas del río Ródano y la noticia de su muerte fue la mecha que encendió el fuego.

Para vengar la muerte de su legado, ese mismo año, el pontífice Inocencio III convocó una cruzada contra el catarismo dirigida por el rey de Francia Felipe Augusto. No obstante, el monarca francés rehusó arguyendo disputas fronterizas pero permitió a sus nobles acudir a la contienda: «Si mis barones quieren ir que lo hagan, pero yo y los míos tenemos otras obligaciones». A pesar de la negativa, la convocatoria fue un éxito y cerca de cien mil caballeros cruzados se pusieron a la orden del despótico Arnaud Amaury, abad de Cîteaux. Este era el inicio de una disputa que duraría cuarenta y cinco años y causaría cerca de un millón de muertos. Los campos del Mediodía francés estaban a punto de teñirse de sangre.

Entre tanto, un atemorizado conde Raimundo VI de Tolosa suplicó la reconciliación al papa Inocencio III, que dispuso una humillación pública ejemplar frente al templo de Saint Gilles du Gard, situado en el actual departamento francés del Languedoc-Rosellón. El conde, desnudo hasta la cintura, fue flagelado y, arrodillado, tuvo que escuchar su larga lista de faltas jurando cumplir penitencia. Por si fuera poco el bochorno, Raimundo pidió unirse al ejército cruzado que se hallaba en Valence, al sureste de Francia. Episodio que provocó la mofa del coetáneo cronista Pierre Vaux de Cernay: «Ahora el enemigo de Cristo, se asocia con el ejército de Cristo».
Después de la humillación del conde tolosano, el grueso del ejército cruzado se puso en marcha. Los acontecimientos se sucedían con celeridad, pues hacía falta resolver la cruzada antes de cuarenta días, fecha en la que los caballeros participantes quedarían absueltos de las faltas cometidas con anterioridad y volverían a sus hogares libres de cargas morales.

Sólo en la iglesia de la Madeleine, situada en el punto más alto de Béziers, murieron más de dos mil personas. En pocas horas esta rica ciudad se había convertido en un sangriento cementerio de cadáveres mientras los caballeros cruzados se disputaban el botín de los muertos «patinando sobre la sangre».

Después de la monstruosidad de Béziers, todas las fortalezas, grandes o pequeñas ,capitularon sin combatir. De este modo, el ejército cruzado llegó en sólo seis días ante la cité de Carcasona, la ciudad mejor amurallada de todo el Languedoc. El calor del mes de agosto y la acción de las catapultas, anulando los sistemas de abastecimiento de agua, obligaron a rendir la plaza de Carcasona el 15 de agosto de 1209. Esta vez, la ciudad estaba vacía y sus abundantes riquezas fueron custodiadas por caballeros armados para evitar el pillaje.

La primera parte de la cruzada había finalizado. Por ello, parte de la nobleza francesa deseosa de volver a sus hogares abandonó la contienda cargada de indulgencias y un suculento botín. Atrás quedaba la carnicería de Béziers que para siempre debió pesar en sus conciencias. A partir de entonces, el nuevo líder era Simón de Montfort, un caballero de origen normando sin escrúpulos que mucho daño hizo a la Corona de Aragón, como veremos seguidamente.

Breve historia de la Corona de Aragón
David González Ruiz, 2012