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la Guerra civil española
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Fausto1880
Hacer pensar
HIMNOSHISTORICOS
jabali
Valle
Rumpeltinsky
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Foro 1492 :: FOROS :: FORO DE HISTORIA
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Re: la Guerra civil española
Muchas unidades militares siguieron con la república aunque el general Miaja, por ejemplo al ver las dos conquistas y matanzas de curas y derechistas en Pozoblanco (Córdoba) pese a que él había dado su palabra de que no las habría, estuvo a punto de pasarse a los nacionales.
El ejército de los nacionales tuvo más voluntarios que se incorporaron que ningún ejército hasta ese tiempo conocido.
Lo de la "traición " de Besteiro y otros era la salida más preferible de la guerra, en la que se ahorraban más vidas, dada la situación. Si se prolonga la guerra la masacre hubiera sido tremenda y si llega a al principio de la segunda guerra mundial como pretendían los izquierdistas los muertos puede que hubieran llegado al millón que cacarean los de izquierdas.
El ejército de los nacionales tuvo más voluntarios que se incorporaron que ningún ejército hasta ese tiempo conocido.
Lo de la "traición " de Besteiro y otros era la salida más preferible de la guerra, en la que se ahorraban más vidas, dada la situación. Si se prolonga la guerra la masacre hubiera sido tremenda y si llega a al principio de la segunda guerra mundial como pretendían los izquierdistas los muertos puede que hubieran llegado al millón que cacarean los de izquierdas.
Hacer pensar- Cantidad de envíos : 3168
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puntos patrióticos : 11097
Registro : 27/02/2012
Re: la Guerra civil española
Asesinato de Don José Calvo Sotelo
De lo ocurrido en el hogar del diputado monárquico tenemos el relato de su hija Enriqueta, que aunque no fue testigo presencial de los hechos (no llegó a despertarse) ha dejado escrito lo que tuvo ocasión de oír a su madre y a los restantes moradores del piso.
Quedó la casa en silencio hasta las dos y media aproximadamente, hora en la que el timbre de la puerta principal (la de servicio no se usó para nada) empezó a sonar fuerte y apremiantemente. Martina, la doncella, despertó y llamó a Margarita, su compañera (todas eran muy jóvenes).
«Están llamando a la puerta muy fuerte, ¿quién podrá ser a estas horas? -Ven conmigo, a mí me da miedo ir sola.»
Se vistieron y salieron las dos hasta el vestíbulo (nadie recuerda exactamente, por cierto, de cuantos vivíamos en la casa, si la puerta principal tenía mirilla o no, aunque todos suponemos que sí la tenía; en todo caso, aquella noche no se usó). Como los golpes arreciaban, las muchachas preguntaron desde detrás de la puerta:
«¿Quién es, quién llama así?»
Contestaron:
«Abran a la Policía» (algunos creen que dijeron: «abran a la autoridad», pero este término no es seguro);
«venimos a hacer un registro».
Martina, más asustada aún, dijo:
«Yo no abro»,
a lo que ellos respondieron, siempre a través de la puerta:
«Traemos orden de hacer un registro; si no abren, tiramos la puerta abajo.»
«Un momento, por favor», dijeron las muchachas, ya aterrorizadas.
Y se fueron corriendo a despertar a mi padre y contarle lo que pasaba. Éste, saltó de la cama, se puso el batín y se dirigió a uno de los balcones que daban a la calle de Velázquez. Lo abrió y preguntó a la pareja de guardias, que estaban normalmente en el portal:
«¿Son policías de verdad los que están llamando al piso?»
«Sí, D. José -le contestaron- es la Policía.»
Efectivamente, delante de la casa había una camioneta descubierta de Guardias de Asalto. Entonces, mi padre se fue a la puerta y la abrió. Entraron unos 10 o 12 hombres (abajo había muchos más). Tres o cuatro iban de paisano; los demás, de uniforme. Todos se desparramaron por el piso, guardando las puertas o sitios más estratégicos y siguiendo y vigilando a todas las personas que iban apareciendo (mi madre y todo el servicio se habían ya levantado; solamente seguíamos durmiendo los cuatro hijos).
La actitud y el tono de voz de los que entraron y hablaron con mi padre, puede calificarse con dos palabras: inflexibles, pero comedidos (no les interesaba irritar demasiado a la víctima, más bien, inspirarle confianza, para llevárselo cuanto antes, sin mayor escándalo). El matiz, sin embargo, que caracterizó su actuación y percibió perfectamente mi madre y los que lo presenciaron, fue una ironía despectiva, un velado sarcasmo, ante la buena fe aparente de mi padre. Se sonreían entre ellos y cruzaban miradas burlonas.
Nada más abrirles, mi padre les preguntó:
«Vamos a ver, ¿qué desean Uds.?»
-«Traemos orden de la Dirección General de Seguridad, para hacer un registro.»
-«¿A estas horas y de tan extraña manera?»
-«Ésa es la orden que nos han dado.»
Los que hablaban, en plan de jefes, iban de paisanos. Uno era el capitán Condés, de la Guardia Civil y el otro el teniente Moreno, de Asalto. También de Asalto, estaban el teniente Lupión y el teniente Barbeta. Los demás, de uniforme, iban todos armados, con metralletas y pistolas.
Mi padre volvió a su habitación, intentando tranquilizar a mi madre, que ya se había levantado:
«Enriqueta, no te asustes; es la Policía, que viene a practicar un registro.»
Y añadió:
«¡Pobre mujer!, lo siento por ti, que siempre eres la víctima de todo.»
Varios guardias habían seguido a mi padre, al que ya no perderían ni un minuto de vista, lo mismo que a los restantes miembros de la casa, a los cuales no permitirían hacer ni un movimiento, ni una llamada, ni obedecer ninguna orden de mi padre.
Comenzaron el simulacro de registro. Revolvieron unos papeles, entraron en varias habitaciones. Miraron por encima diversas cosas, etc. En el despacho de mi padre, sobre su mesa, estuvo siempre una pequeña bandera española, sujeta a un pedestal o pie metálico. Esta bandera fue con él al destierro y presidió continuamente, fuera y dentro de España, sus trabajos, sus afanes y sus desvelos. En cuanto la vieron, la cogieron, con mal contenida saña y arrancando la tela de su soporte metálico, la tiraron al suelo. También arrancaron violentamente el cable del teléfono del despacho, inutilizándolo; el otro, que estaba en un pasillo, no lo arrancaron, pero colocaron un guardia al lado, que no permitió, en ningún momento, que nadie se acercase ni lo tocara.
Al cabo de unos minutos de simulado registro, el Capitán Condés, se dirigió a mi padre:
«Esta casa es muy grande para registrarla toda; no vale la pena.»
En realidad, ya habían comprobado quién había en ella y que podían actuar impunemente. Y añadió:
«Lo siento, Sr. Calvo Sotelo, pero traemos orden de la Dirección General de Seguridad de llevarle a Vd. detenido.»
El estupor de mi padre subió de punto.
«¿Detenido? ¿Pero por qué?; ¿y mi inmunidad parlamentaria? ¿Y la inviolabilidad de domicilio? ¡Soy Diputado y me protege la Constitución!»
Protestó con firmeza, energía e indignación, sobre el atropello que suponía medida tan arbitraria. Todo fue inútil. Tanto Condés, como Moreno y acompañantes, insistieron inflexiblemente en su orden de detención.
«Permítanme, al menos, que llame a la Dirección General de Seguridad, para hablar con el Director.»
Se lo prohibieron tajantemente. Tampoco le permitieron salir ya de la habitación en la que estaba con mi madre. En la puerta se pusieron dos guardias con metralletas. Mi madre interrogaba, angustiada y confusa:
«Pero, porqué hacen esto, Pepe?, ¿Es que se puede detener en esta forma a un Diputado de la Nación?»
-«Naturalmente que no»-
y dirigiéndose a los guardias, insistió:
«Exijo y pido que me dejen en casa hasta que amanezca el día»-
Condés replicó:
«Tenemos orden terminante de llevarle a Vd. inmediatamente a la Dirección General de Seguridad»
-«Entonces vuelvo a insistir -repitió mi padre con firmeza- que me dejen telefonear a la Dirección General de Seguridad, para confirmar por mí mismo, esa orden.»
y pidió a Francisco, el botones, que le trajera la guía telefónica. Cuando el chico iba a dársela, el Capitán Condés se la quitó de las manos.
«¿Pero es que no van a dejarme telefonear?», se exasperó mi padre.
«No es necesario -contestó Condés- porque ahora mismo se viene Vd. con nosotros y allí le darán todas las explicaciones que quiera.»
Mi padre, con una entereza impresionante, sin perder la calma, respondió fría pero decididamente:
«En esas condiciones no debo ir. Vds. comprenderán que yo necesito alguna prueba o justificación, de acuerdo con la ley, del servicio que dicen les ha sido encomendado ¿Qué razón me dan Vds. que lo garantice?- Todo esto es un atropello incalificable, que no estoy dispuesto a secundar.»
y como diera otro recado, en voz baja, al botones, ya no dejaron al chico salir de allí.
Sin embargo, algo debió impresionarles la actitud de firmeza de mi padre, que, temiendo opusiera mayor resistencia, dispuestos como iban a llevar adelante sus planes hasta el final; optaron por suavizar su postura y el capitán Condés sacó su carnet oficial de teniente de la Guardia Civil, con su foto adherida y todos los requisitos legales y enseñándoselo a mi padre, le dijo amablemente:
«Supongo que esto le bastará a Vd. para convencerse de la autoridad legítima de nuestra misión.»
De sobra sabía él, la devoción y la defensa que siempre había hecho mi padre de la Guardia Civil [...]
Más tarde, al mes justo del asesinato de mi padre, Condés moría -muerte excesivamente digna para sus merecimientos- en el frente rojo de Somosierra, y la prensa de esa zona lo comentó con la siguiente frase: «Ha muerto heroicamente en el frente el capitán Condés, que, recientemente, había prestado un gran servicio a la República.» Huelga decir que el «gran servicio» se refería al asesinato de mi padre.
Vuelvo a coger el hilo del relato, para decir que la exhibición de su carnet de Guardia Civil tranquilizó un poco a mi padre e hizo exclamar a mi madre, juntando las manos:
«¡Con lo que yo quiero a la Guardia Civil!»,
frase que produjo una sonrisita irónica en Condés y la consiguiente reacción de mi padre:
«Cállate, Enriqueta, que se van a reír de ti y entonces sí que ya no respondo.»
De todas maneras, volvió a insistir en su exigencia de telefonear a la Dirección General de Seguridad, porque todo aquello le seguía pareciendo muy extraño y solamente, cuando el teniente Moreno mostró también su carnet legal de teniente de Guardias de Asalto y él y Condés se negaron rotundamente a cualquier tipo de llamadas, aduciendo que les estaba comprometiendo por su tardanza en cumplir el servicio encomendado; mi padre pareció ceder y se dispuso a someterse a la orden de detención. Le dijo, pues, a mi madre:
«Prepárame un maletín con lo más indispensable, ya que me llevan detenido.»
Mi madre clamaba una y otra vez, obsesiva y angustiadamente:
«¡No te vayas, Pepe, por favor, no te vayas!»
(¿Fue ella la única que presintió la realidad?; yo creo que mi padre lo presentía con la misma evidencia que ella; lo que ocurrió es que, al verse absolutamente bloqueado, invadida la casa y la calle de gente armada, sin posibilidad de pedir auxilio o ayuda a nadie, totalmente incomunicado e indefenso, prefirió ir a la muerte él solo, sin arriesgarse a que le mataran allí mismo, delante de su mujer y de sus hijos e incluso, eliminando también a alguno de ellos. Este criterio se hizo más general y firme, después de consumado el crimen y repasando palabras y actitudes de mi padre, muy reveladoras al respecto y posteriores amenazas a su propia familia).
Cuando mi madre quiso salir a buscar un maletín, se lo impidieron.
«¿Pero es que no van a permitir que me lleve un maletín? ¿No comprenden que mi mujer tiene que ir a buscarlo?»
La dejaron, al fin, sin dejar de acompañarla. Volvió y metió en el maletín unas prendas de ropa, unas cuartillas y una estilográfica
-«¡No te vayas, por Dios, Pepe, no te vayas!», repetía incansable.
Pero era tanta la fe que tenía en mi padre, que obedecía maquinalmente cuanto le mandaba hacer.
«Como Vds. verán, tengo que vestirme. Hagan el favor de salir del cuarto, para que pueda hacerlo con mayor libertad.»
Condés y los guardias se negaron a hacerlo. Aquello irritó a mi padre sobremanera
- «Tengo orden de no perderle a Vd. de vista ni un minuto», dijo Condés,
«esto es intolerable; ¿es que no van a dejar que me vista solo? ¿No ven que de aquí no puedo escaparme?», les enseñó el cuarto de baño: «les doy mi palabra de caballero de que no me pienso mover; pero no tienen derecho a imponerme este régimen que atenta a mi dignidad y al respeto debido a mi esposa».
Nadie se movió, ni Condés ni los dos guardias.
«Al menos -rogó, dominando apenas su enfado-, que se quede únicamente el teniente de la Guardia Civil y que salgan los dos guardias.»
Permanecieron inmóviles e impasibles los tres. Esto colmó la medida de su indignación.
«Es un vejamen y un abuso, que haré constar», dijo.
Se vistió delante de ellos. Mientras se peinaba, mi madre seguía su jaculatoria suplicante:
«¡No te vayas, no te vayas, Pepe!»
«Calla, Enriqueta, por Dios, vas a ponerte enferma.»
Condés intervino al fin:
«Le doy mi palabra de caballero de que dentro de cinco minutos, estará Vd. delante del Director General de Seguridad.»
Salieron todos de la habitación. Mi padre, cuya alteración crecía por momentos, dominaba sus ímpetus, con una fuerza de voluntad férrea. No quería que se tomase como pretexto el más pequeño agravio a la autoridad.
Entró en el cuarto de mis hermanos varones, que dormían, y dio un beso a cada uno; no se despertaron. Los guardias le seguían cosidos a sus talones. Entró luego en la habitación de mi hermana y mía. Vino hasta mi cama y me besó; yo, con la pesadez de la fiebre, tampoco me desperté. Besó también a mi hermana y ésta sí se despertó. Vio a papá vestido para salir y a dos guardias en la puerta.
«¿Adónde vas, papá?», preguntó sobresaltada
y él contestó:
«No te asustes; es que me llevan detenido.» Y salió.
Mi hermana se quedó tan estupefacta, que cuando reaccionó y se puso una bata y salió de la habitación, ya se habían ido todos del piso. Corrió a un balcón y lo abrió para mirar a la calle, pero ya no vio nada (fue la única que se asomó a un balcón; ni mi madre, ni nadie más de la casa, como han dicho algunos).
Al salir de nuestra habitación, mi padre se dirigió a la puerta, seguido por todos. Iba ya rápidamente, deseando poner fin a una situación equívoca, difícil e insostenible. Pidió un vaso de agua en francés a la institutriz francesa y ésta se lo dio. Bebió unos sorbos y abrazó a mi madre estrechamente. Ella aún pudo murmurar, palpitante:
«¿Cuándo sabré de ti ?»
y la desconcertante respuesta de mi padre:
«Dentro de cinco minutos, te llamaré desde la Dirección General de Seguridad -y haciendo una pausa y mirando a todos cuantos les rodeaban, añadió: si es que estos señores no me llevan a pegarme cuatro tiros.»
Mi madre se mantuvo en pie a duras penas (ella nunca se desmayó; fue la mujer fuerte del Evangelio). Pero recordó toda su vida que, al decir mi padre esas palabras, las últimas, todos los allí presentes hicieron un gesto, cambiaron de actitud o de postura, como sorprendidos infraganti. Es algo que quedó registrado en la memoria de mi madre, como en una computadora.
Después, mi padre empezó a bajar la escalera. A su lado iba René Peros, la institutriz francesa, que le llevaba el maletín. En francés, le iba diciendo mi padre, que avisaran de lo sucedido a sus hermanos, pero no a sus padres, cuya edad le inquietaba. Un guardia le interrumpió:
«Hable Vd. en español.»
Y él, por primera vez, perdida la paciencia, le contestó:
«Hablo como me da la gana.»
Han llegado al portal. Francisco, el botones, ha bajado también detrás. Hay un gran despliegue de fuerzas y guardias en la calle de Velázquez y en las calles ad- yacentes. Ni un alma, fuera de ellos. Ante la puerta, la camioneta de Asalto n.º 17. Le invitan a subir. René le da su maletín.
«Adiós, señor», dice Francisco.
De lo ocurrido a partir del momento en que Calvo Sotelo entró en la camioneta tenemos el relato de un testigo presencial, el guardia de Asalto Aniceto Castro, que se sentó al lado del detenido:
En el banco delantero se sentaron el chofer, el Capitán Condés y José del Rey; en el segundo, algunos paisanos y guardias; en el tercero, que era de espaldas a la dirección, no iba nadie; en el cuarto, el declarante, el Sr. Calvo Sotelo y el guardia del Escuadrón de Seguridad, y, en el quinto, «el pistolero» [Cuenca] y otros paisanos. Se encaminó la camioneta calle de Velázquez abajo, y a los pocos momentos de emprender la marcha, cree fue al llegar al cruce con la calle de Ayala, sonó un tiro, y al momento vio que el Sr. Calvo Sotelo caía hacia la derecha y «el pistolero» esgrimía detrás de él una pistola con la que, indudablemente, había disparado sobre la nuca de aquel. Al instante, vio cómo «el pistolero» hizo un segundo disparo sobre la cabeza del Sr. Calvo Sotelo, cuando ya este estaba cabeza abajo. Entonces el guardia del Escuadrón se pasó al asiento de atrás. «El pistolero», exclamó:
«Ya cayó uno de los de Castillo»,
y al mismo tiempo Condés y José del Rey se cruzaron miradas y sonrisas de inteligencia.
Al llegar a la confluencia de Velázquez con Alcalá, les detuvo otra camioneta de Asalto allí apostada, al mando del Teniente Barbeta. Les dejó pasar y siguieron en la camioneta 17 hasta el Cementerio del Este, al llegar al cual el Capitán Condés, José del Rey y algunos otros se apearon, y, tras de hablar breves palabras con dos guardas del Cementerio, dieron orden de apear el cadáver, el que extrajeron de la camioneta entre varios y lo dejaron dentro del recinto del Cementerio, bajo los cobertizos, en una acera próxima a la puerta de entrada.
A continuación volvieron en la camioneta sus ocupantes hacia Pontejos. Por el camino dijo el chofer:
«Supongo que no me delataréis»
y Condés respondió:
«No te preocupes que nada te pasará.»
Cuando pasaban junto a la Plaza de Toros, dijo José del Rey:
«El que diga algo de todo esto se suicida. Lo mataremos como a este perro.» .
Llegado al cuartel de Pontejos, «el pistolero» entró en él, llevando el maletín del Sr. Calvo Sotelo y el comandante Burillo, al verle, le abrazó. Ambos subieron a la Comandancia, juntamente con el Capitán Condés, José del Rey y otros oficiales de Asalto de Pontejos. Algo más tarde vio llegar y subir allí también al Teniente Coronel de Asalto Sánchez Plaza.
De lo ocurrido en el hogar del diputado monárquico tenemos el relato de su hija Enriqueta, que aunque no fue testigo presencial de los hechos (no llegó a despertarse) ha dejado escrito lo que tuvo ocasión de oír a su madre y a los restantes moradores del piso.
Quedó la casa en silencio hasta las dos y media aproximadamente, hora en la que el timbre de la puerta principal (la de servicio no se usó para nada) empezó a sonar fuerte y apremiantemente. Martina, la doncella, despertó y llamó a Margarita, su compañera (todas eran muy jóvenes).
«Están llamando a la puerta muy fuerte, ¿quién podrá ser a estas horas? -Ven conmigo, a mí me da miedo ir sola.»
Se vistieron y salieron las dos hasta el vestíbulo (nadie recuerda exactamente, por cierto, de cuantos vivíamos en la casa, si la puerta principal tenía mirilla o no, aunque todos suponemos que sí la tenía; en todo caso, aquella noche no se usó). Como los golpes arreciaban, las muchachas preguntaron desde detrás de la puerta:
«¿Quién es, quién llama así?»
Contestaron:
«Abran a la Policía» (algunos creen que dijeron: «abran a la autoridad», pero este término no es seguro);
«venimos a hacer un registro».
Martina, más asustada aún, dijo:
«Yo no abro»,
a lo que ellos respondieron, siempre a través de la puerta:
«Traemos orden de hacer un registro; si no abren, tiramos la puerta abajo.»
«Un momento, por favor», dijeron las muchachas, ya aterrorizadas.
Y se fueron corriendo a despertar a mi padre y contarle lo que pasaba. Éste, saltó de la cama, se puso el batín y se dirigió a uno de los balcones que daban a la calle de Velázquez. Lo abrió y preguntó a la pareja de guardias, que estaban normalmente en el portal:
«¿Son policías de verdad los que están llamando al piso?»
«Sí, D. José -le contestaron- es la Policía.»
Efectivamente, delante de la casa había una camioneta descubierta de Guardias de Asalto. Entonces, mi padre se fue a la puerta y la abrió. Entraron unos 10 o 12 hombres (abajo había muchos más). Tres o cuatro iban de paisano; los demás, de uniforme. Todos se desparramaron por el piso, guardando las puertas o sitios más estratégicos y siguiendo y vigilando a todas las personas que iban apareciendo (mi madre y todo el servicio se habían ya levantado; solamente seguíamos durmiendo los cuatro hijos).
La actitud y el tono de voz de los que entraron y hablaron con mi padre, puede calificarse con dos palabras: inflexibles, pero comedidos (no les interesaba irritar demasiado a la víctima, más bien, inspirarle confianza, para llevárselo cuanto antes, sin mayor escándalo). El matiz, sin embargo, que caracterizó su actuación y percibió perfectamente mi madre y los que lo presenciaron, fue una ironía despectiva, un velado sarcasmo, ante la buena fe aparente de mi padre. Se sonreían entre ellos y cruzaban miradas burlonas.
Nada más abrirles, mi padre les preguntó:
«Vamos a ver, ¿qué desean Uds.?»
-«Traemos orden de la Dirección General de Seguridad, para hacer un registro.»
-«¿A estas horas y de tan extraña manera?»
-«Ésa es la orden que nos han dado.»
Los que hablaban, en plan de jefes, iban de paisanos. Uno era el capitán Condés, de la Guardia Civil y el otro el teniente Moreno, de Asalto. También de Asalto, estaban el teniente Lupión y el teniente Barbeta. Los demás, de uniforme, iban todos armados, con metralletas y pistolas.
Mi padre volvió a su habitación, intentando tranquilizar a mi madre, que ya se había levantado:
«Enriqueta, no te asustes; es la Policía, que viene a practicar un registro.»
Y añadió:
«¡Pobre mujer!, lo siento por ti, que siempre eres la víctima de todo.»
Varios guardias habían seguido a mi padre, al que ya no perderían ni un minuto de vista, lo mismo que a los restantes miembros de la casa, a los cuales no permitirían hacer ni un movimiento, ni una llamada, ni obedecer ninguna orden de mi padre.
Comenzaron el simulacro de registro. Revolvieron unos papeles, entraron en varias habitaciones. Miraron por encima diversas cosas, etc. En el despacho de mi padre, sobre su mesa, estuvo siempre una pequeña bandera española, sujeta a un pedestal o pie metálico. Esta bandera fue con él al destierro y presidió continuamente, fuera y dentro de España, sus trabajos, sus afanes y sus desvelos. En cuanto la vieron, la cogieron, con mal contenida saña y arrancando la tela de su soporte metálico, la tiraron al suelo. También arrancaron violentamente el cable del teléfono del despacho, inutilizándolo; el otro, que estaba en un pasillo, no lo arrancaron, pero colocaron un guardia al lado, que no permitió, en ningún momento, que nadie se acercase ni lo tocara.
Al cabo de unos minutos de simulado registro, el Capitán Condés, se dirigió a mi padre:
«Esta casa es muy grande para registrarla toda; no vale la pena.»
En realidad, ya habían comprobado quién había en ella y que podían actuar impunemente. Y añadió:
«Lo siento, Sr. Calvo Sotelo, pero traemos orden de la Dirección General de Seguridad de llevarle a Vd. detenido.»
El estupor de mi padre subió de punto.
«¿Detenido? ¿Pero por qué?; ¿y mi inmunidad parlamentaria? ¿Y la inviolabilidad de domicilio? ¡Soy Diputado y me protege la Constitución!»
Protestó con firmeza, energía e indignación, sobre el atropello que suponía medida tan arbitraria. Todo fue inútil. Tanto Condés, como Moreno y acompañantes, insistieron inflexiblemente en su orden de detención.
«Permítanme, al menos, que llame a la Dirección General de Seguridad, para hablar con el Director.»
Se lo prohibieron tajantemente. Tampoco le permitieron salir ya de la habitación en la que estaba con mi madre. En la puerta se pusieron dos guardias con metralletas. Mi madre interrogaba, angustiada y confusa:
«Pero, porqué hacen esto, Pepe?, ¿Es que se puede detener en esta forma a un Diputado de la Nación?»
-«Naturalmente que no»-
y dirigiéndose a los guardias, insistió:
«Exijo y pido que me dejen en casa hasta que amanezca el día»-
Condés replicó:
«Tenemos orden terminante de llevarle a Vd. inmediatamente a la Dirección General de Seguridad»
-«Entonces vuelvo a insistir -repitió mi padre con firmeza- que me dejen telefonear a la Dirección General de Seguridad, para confirmar por mí mismo, esa orden.»
y pidió a Francisco, el botones, que le trajera la guía telefónica. Cuando el chico iba a dársela, el Capitán Condés se la quitó de las manos.
«¿Pero es que no van a dejarme telefonear?», se exasperó mi padre.
«No es necesario -contestó Condés- porque ahora mismo se viene Vd. con nosotros y allí le darán todas las explicaciones que quiera.»
Mi padre, con una entereza impresionante, sin perder la calma, respondió fría pero decididamente:
«En esas condiciones no debo ir. Vds. comprenderán que yo necesito alguna prueba o justificación, de acuerdo con la ley, del servicio que dicen les ha sido encomendado ¿Qué razón me dan Vds. que lo garantice?- Todo esto es un atropello incalificable, que no estoy dispuesto a secundar.»
y como diera otro recado, en voz baja, al botones, ya no dejaron al chico salir de allí.
Sin embargo, algo debió impresionarles la actitud de firmeza de mi padre, que, temiendo opusiera mayor resistencia, dispuestos como iban a llevar adelante sus planes hasta el final; optaron por suavizar su postura y el capitán Condés sacó su carnet oficial de teniente de la Guardia Civil, con su foto adherida y todos los requisitos legales y enseñándoselo a mi padre, le dijo amablemente:
«Supongo que esto le bastará a Vd. para convencerse de la autoridad legítima de nuestra misión.»
De sobra sabía él, la devoción y la defensa que siempre había hecho mi padre de la Guardia Civil [...]
Más tarde, al mes justo del asesinato de mi padre, Condés moría -muerte excesivamente digna para sus merecimientos- en el frente rojo de Somosierra, y la prensa de esa zona lo comentó con la siguiente frase: «Ha muerto heroicamente en el frente el capitán Condés, que, recientemente, había prestado un gran servicio a la República.» Huelga decir que el «gran servicio» se refería al asesinato de mi padre.
Vuelvo a coger el hilo del relato, para decir que la exhibición de su carnet de Guardia Civil tranquilizó un poco a mi padre e hizo exclamar a mi madre, juntando las manos:
«¡Con lo que yo quiero a la Guardia Civil!»,
frase que produjo una sonrisita irónica en Condés y la consiguiente reacción de mi padre:
«Cállate, Enriqueta, que se van a reír de ti y entonces sí que ya no respondo.»
De todas maneras, volvió a insistir en su exigencia de telefonear a la Dirección General de Seguridad, porque todo aquello le seguía pareciendo muy extraño y solamente, cuando el teniente Moreno mostró también su carnet legal de teniente de Guardias de Asalto y él y Condés se negaron rotundamente a cualquier tipo de llamadas, aduciendo que les estaba comprometiendo por su tardanza en cumplir el servicio encomendado; mi padre pareció ceder y se dispuso a someterse a la orden de detención. Le dijo, pues, a mi madre:
«Prepárame un maletín con lo más indispensable, ya que me llevan detenido.»
Mi madre clamaba una y otra vez, obsesiva y angustiadamente:
«¡No te vayas, Pepe, por favor, no te vayas!»
(¿Fue ella la única que presintió la realidad?; yo creo que mi padre lo presentía con la misma evidencia que ella; lo que ocurrió es que, al verse absolutamente bloqueado, invadida la casa y la calle de gente armada, sin posibilidad de pedir auxilio o ayuda a nadie, totalmente incomunicado e indefenso, prefirió ir a la muerte él solo, sin arriesgarse a que le mataran allí mismo, delante de su mujer y de sus hijos e incluso, eliminando también a alguno de ellos. Este criterio se hizo más general y firme, después de consumado el crimen y repasando palabras y actitudes de mi padre, muy reveladoras al respecto y posteriores amenazas a su propia familia).
Cuando mi madre quiso salir a buscar un maletín, se lo impidieron.
«¿Pero es que no van a permitir que me lleve un maletín? ¿No comprenden que mi mujer tiene que ir a buscarlo?»
La dejaron, al fin, sin dejar de acompañarla. Volvió y metió en el maletín unas prendas de ropa, unas cuartillas y una estilográfica
-«¡No te vayas, por Dios, Pepe, no te vayas!», repetía incansable.
Pero era tanta la fe que tenía en mi padre, que obedecía maquinalmente cuanto le mandaba hacer.
«Como Vds. verán, tengo que vestirme. Hagan el favor de salir del cuarto, para que pueda hacerlo con mayor libertad.»
Condés y los guardias se negaron a hacerlo. Aquello irritó a mi padre sobremanera
- «Tengo orden de no perderle a Vd. de vista ni un minuto», dijo Condés,
«esto es intolerable; ¿es que no van a dejar que me vista solo? ¿No ven que de aquí no puedo escaparme?», les enseñó el cuarto de baño: «les doy mi palabra de caballero de que no me pienso mover; pero no tienen derecho a imponerme este régimen que atenta a mi dignidad y al respeto debido a mi esposa».
Nadie se movió, ni Condés ni los dos guardias.
«Al menos -rogó, dominando apenas su enfado-, que se quede únicamente el teniente de la Guardia Civil y que salgan los dos guardias.»
Permanecieron inmóviles e impasibles los tres. Esto colmó la medida de su indignación.
«Es un vejamen y un abuso, que haré constar», dijo.
Se vistió delante de ellos. Mientras se peinaba, mi madre seguía su jaculatoria suplicante:
«¡No te vayas, no te vayas, Pepe!»
«Calla, Enriqueta, por Dios, vas a ponerte enferma.»
Condés intervino al fin:
«Le doy mi palabra de caballero de que dentro de cinco minutos, estará Vd. delante del Director General de Seguridad.»
Salieron todos de la habitación. Mi padre, cuya alteración crecía por momentos, dominaba sus ímpetus, con una fuerza de voluntad férrea. No quería que se tomase como pretexto el más pequeño agravio a la autoridad.
Entró en el cuarto de mis hermanos varones, que dormían, y dio un beso a cada uno; no se despertaron. Los guardias le seguían cosidos a sus talones. Entró luego en la habitación de mi hermana y mía. Vino hasta mi cama y me besó; yo, con la pesadez de la fiebre, tampoco me desperté. Besó también a mi hermana y ésta sí se despertó. Vio a papá vestido para salir y a dos guardias en la puerta.
«¿Adónde vas, papá?», preguntó sobresaltada
y él contestó:
«No te asustes; es que me llevan detenido.» Y salió.
Mi hermana se quedó tan estupefacta, que cuando reaccionó y se puso una bata y salió de la habitación, ya se habían ido todos del piso. Corrió a un balcón y lo abrió para mirar a la calle, pero ya no vio nada (fue la única que se asomó a un balcón; ni mi madre, ni nadie más de la casa, como han dicho algunos).
Al salir de nuestra habitación, mi padre se dirigió a la puerta, seguido por todos. Iba ya rápidamente, deseando poner fin a una situación equívoca, difícil e insostenible. Pidió un vaso de agua en francés a la institutriz francesa y ésta se lo dio. Bebió unos sorbos y abrazó a mi madre estrechamente. Ella aún pudo murmurar, palpitante:
«¿Cuándo sabré de ti ?»
y la desconcertante respuesta de mi padre:
«Dentro de cinco minutos, te llamaré desde la Dirección General de Seguridad -y haciendo una pausa y mirando a todos cuantos les rodeaban, añadió: si es que estos señores no me llevan a pegarme cuatro tiros.»
Mi madre se mantuvo en pie a duras penas (ella nunca se desmayó; fue la mujer fuerte del Evangelio). Pero recordó toda su vida que, al decir mi padre esas palabras, las últimas, todos los allí presentes hicieron un gesto, cambiaron de actitud o de postura, como sorprendidos infraganti. Es algo que quedó registrado en la memoria de mi madre, como en una computadora.
Después, mi padre empezó a bajar la escalera. A su lado iba René Peros, la institutriz francesa, que le llevaba el maletín. En francés, le iba diciendo mi padre, que avisaran de lo sucedido a sus hermanos, pero no a sus padres, cuya edad le inquietaba. Un guardia le interrumpió:
«Hable Vd. en español.»
Y él, por primera vez, perdida la paciencia, le contestó:
«Hablo como me da la gana.»
Han llegado al portal. Francisco, el botones, ha bajado también detrás. Hay un gran despliegue de fuerzas y guardias en la calle de Velázquez y en las calles ad- yacentes. Ni un alma, fuera de ellos. Ante la puerta, la camioneta de Asalto n.º 17. Le invitan a subir. René le da su maletín.
«Adiós, señor», dice Francisco.
De lo ocurrido a partir del momento en que Calvo Sotelo entró en la camioneta tenemos el relato de un testigo presencial, el guardia de Asalto Aniceto Castro, que se sentó al lado del detenido:
En el banco delantero se sentaron el chofer, el Capitán Condés y José del Rey; en el segundo, algunos paisanos y guardias; en el tercero, que era de espaldas a la dirección, no iba nadie; en el cuarto, el declarante, el Sr. Calvo Sotelo y el guardia del Escuadrón de Seguridad, y, en el quinto, «el pistolero» [Cuenca] y otros paisanos. Se encaminó la camioneta calle de Velázquez abajo, y a los pocos momentos de emprender la marcha, cree fue al llegar al cruce con la calle de Ayala, sonó un tiro, y al momento vio que el Sr. Calvo Sotelo caía hacia la derecha y «el pistolero» esgrimía detrás de él una pistola con la que, indudablemente, había disparado sobre la nuca de aquel. Al instante, vio cómo «el pistolero» hizo un segundo disparo sobre la cabeza del Sr. Calvo Sotelo, cuando ya este estaba cabeza abajo. Entonces el guardia del Escuadrón se pasó al asiento de atrás. «El pistolero», exclamó:
«Ya cayó uno de los de Castillo»,
y al mismo tiempo Condés y José del Rey se cruzaron miradas y sonrisas de inteligencia.
Al llegar a la confluencia de Velázquez con Alcalá, les detuvo otra camioneta de Asalto allí apostada, al mando del Teniente Barbeta. Les dejó pasar y siguieron en la camioneta 17 hasta el Cementerio del Este, al llegar al cual el Capitán Condés, José del Rey y algunos otros se apearon, y, tras de hablar breves palabras con dos guardas del Cementerio, dieron orden de apear el cadáver, el que extrajeron de la camioneta entre varios y lo dejaron dentro del recinto del Cementerio, bajo los cobertizos, en una acera próxima a la puerta de entrada.
A continuación volvieron en la camioneta sus ocupantes hacia Pontejos. Por el camino dijo el chofer:
«Supongo que no me delataréis»
y Condés respondió:
«No te preocupes que nada te pasará.»
Cuando pasaban junto a la Plaza de Toros, dijo José del Rey:
«El que diga algo de todo esto se suicida. Lo mataremos como a este perro.» .
Llegado al cuartel de Pontejos, «el pistolero» entró en él, llevando el maletín del Sr. Calvo Sotelo y el comandante Burillo, al verle, le abrazó. Ambos subieron a la Comandancia, juntamente con el Capitán Condés, José del Rey y otros oficiales de Asalto de Pontejos. Algo más tarde vio llegar y subir allí también al Teniente Coronel de Asalto Sánchez Plaza.
jabali- Cantidad de envíos : 2580
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Re: la Guerra civil española
Los asesinos de Calvo Sotelo.
Aunque no es fácil ofrecer una lista completa de quienes subieron en la camioneta número 17, nos consta que al menos lo hicieron las siguientes personas:
- Fernando Condés: Fernando Condés había nacido en la provincia de Pontevedra, al igual que Calvo Sotelo, aunque era trece años más joven que éste. Hijo de un comandante de infantería, ingresó en la carrera militar a los 16 años y tras salir de la Academia de Toledo pidió destino en África, donde participó en numerosas acciones militares. Allí tuvo ocasión de conocer «al que se convertiría en su más fiel camarada», el teniente Castillo. Una vez pacificada la zona, Condés pidió en 1928 el ingreso en la Guardia Civil, y tras pasar por Cifuentes, Guadalajara, Barcelona y Oviedo, fue destinado al parque automovilístico de Madrid. En los círculos socialistas de la capital tuvo ocasión de coincidir de nuevo con Castillo, por aquel entonces teniente del Grupo de Asalto de Pontejos. Como ya hemos visto, tuvo una destacada participación en los preparativos para la revolución de octubre, pues Margarita Nelken le presentó al dirigente ugetista Amaro del Rosal. También entró en relación con Largo Caballero, que «le llegó a otorgar una total confianza» . Su misión en la revuelta era ocupar el Parque de Automovilismo de la Guardia Civil primero, y el Ministerio de la Gobernación después, para lo cual contaría con el apoyo de Castillo y sus hombres. Aunque el proyecto no llegó a realizarse, ambos fueron sometidos al correspondiente Consejo de Guerra. Amnistiado tras el triunfo del Frente Popular, Condés fue ascendido a capitán y dejado en situación de disponible. Condés se dedicó entonces a la instrucción de La Motorizada, unidad de acción de las juventudes socialistas madrileñas que actuaba como escolta de Indalecio Prieto. Dadas las excelentes relaciones que Condés había mantenido con Largo Caballero, ignoramos si había roto sus lazos con éste o si simplemente consideraba que a la hora de pegar tiros todos los socialistas debían permanecer unidos, hipótesis esta última que parece la más probable, pues sabemos mantuvo su amistad con Margarita Nelken. Según el testimonio de uno de los miembros de La Motorizada, Casto de las Heras, Condés era «una gran persona y un gran socialista».
- Luis Cuenca Estevas: También gallego, aunque de La Coruña, Luis Cuenca, hijo de un ingeniero industrial y nieto de un general de la Guardia Civil, hubo de marchar en su juventud a Cuba debido a «reveses de fortuna». Allí estuvo envuelto en diversos disturbios estudiantiles, y se afirmaba había sido guardaespaldas del dictador Camacho, por lo que se le apodaba indistintamente el Cubano y el Pistolero. En 1932 ingresó en las Juventudes Socialistas. «Era bajo, grueso, muy ancho de hombros, con pómulos abultados y de expresión agradable», como recordaba en 1939 Aniceto Castro, a quien se lo habían presentado días antes del 12 de julio «como escolta de Indalecio Prieto». «Tenía fama de pistolero de acción contra los fascistas», y entre sus compañeros se le atribuía el asesinato de Matías Montero y Juan de Dios Rodríguez. Ello no le impedía disfrutar de la confianza de Prieto, a quien protegió eficazmente en el mitin de Écija, cuando los caballeristas le obligaron a tiros a abandonar la población. Según la declaración de su hermano Luis en la Causa General, era íntimo amigo de Castillo y mantenía una relación algo más superficial con Condés. Muy amigo del presidente de la Juventud Socialista, Enrique Puente.
- Federico Coello: Médico afiliado a la Juventud Socialista de Madrid y a la FUE, huyó a Francia tras el fracaso de la revolución de Octubre. Incondicional de Largo Caballero (además de novio de su hija Carmen). «Hombre de acción que no vacilaba ante la necesidad de utilizar a veces la pistola.» Amigo de Enrique Puente. «Acostumbraba a ir en automóvil, dando escolta a Indalecio Prieto.»
- Francisco Ordóñez: Amigo de Coello que al igual que él había pertenecido a la junta directiva de la FUE. En 1934 se afilió a la Juventud Socialista, y participó activamente en la reorganización de sus milicias tras la amnistía de febrero de 1936.
- Santiago Garcés Arroyo: «Estatura regular. Era amigo del presidente de las Juventudes Socialistas, Enrique Puente, y actuaba como escolta de Indalecio Prieto, al que solía seguir en automóvil.» 43 Santiago Garcés, preguntado en su día por Gibson, manifestó que se había subido a la camioneta porque era amigo de Condés, a quien había conocido cuando la revolución de Octubre: «Por el mismo motivo se subieron allí Coello, Cuenca y Ordóñez.»
- José del Rey Hemández: Miembro de las Juventudes Socialistas desde 1931, ingresó en la Guardia de Asalto en 1932. Participó en los preparativos para la revolución de 1934 a las órdenes del teniente Máximo Moreno, por lo que fue condenado a seis años y un día, y amnistiado tras el triunfo del Frente Popular, siendo destinado al servicio de vigilancias políticas. Tras servir durante un mes de escolta del diputado conservador Gregorio Arranz, pasó a desempeñar las mismas tareas con Margarita Nelken.
- Tomás Pérez: Cabo de Asalto del cuartel de Pontejos.
- Aniceto Castro: Guardia de Asalto del cuartel de Pontejos.
- Antonio San Miguel Femández: Guardia de Asalto del cuartel de Pontejos.
- Bienvenido Pérez Rojo: Guardia de Asalto del cuartel de Pontejos.
- Ricardo Cruz Cousillos: Guardia de Asalto del cuartel de Pontejos.
- Orencio Bayo: Guardia de Asalto destinado al parque móvil. Conductor
de la camioneta número 17.
A estos nombres hay que añadir el de un guardia del escuadrón de Seguridad que servía de asistente a un hermano del teniente Barbeta; el de varios guardias de Vigilancias Políticas, cuyos nombres tan sólo proporciona Del Rey y que modifica en sus diversas declaraciones (Ángel Casas, Vidal, Esteban Seco, José Suárez, Amalio Martínez Cano), y el de algún otro Asalto de Pontejos (Lavarga, Robles Rechina, Moisés Crespo). En cualquier caso, el número de quienes partieron en la camioneta, que tenía una capacidad de veintidós plazas, no debió exceder de dieciocho.
Todos los supervivientes de la camioneta número 17 que fueron interrogados después de la guerra coincidieron en afirmar que marchó directamente a casa de Calvo Sotelo, sin efectuar ninguna parada en el camino. Aunque esa misma noche efectivos de Asalto se presentaron en casa de Gil Robles, al que no pudieron detener por encontrarse en Francia, parece razonable suponer, como hizo el jefe de la CEDA, que se trataba de misiones distintas. Al llegar al domicilio del líder del Bloque, Condés encargó a varios guardias y paisanos que vigilasen los alrededores, y seguido por algunos otros penetró en el edificio tras identificarse ante los dos guardias de seguridad encargados de la protección nocturna de Calvo Sotelo. De lo que ocurrió a partir de entonces en el hogar del diputado monárquico tenemos el relato de su hija Enriqueta, que aunque no fue testigo presencial de los hechos (no llegó a despertarse) ha dejado escrito lo que tuvo ocasión de oír a su madre y a los restantes moradores del piso.
Aunque no es fácil ofrecer una lista completa de quienes subieron en la camioneta número 17, nos consta que al menos lo hicieron las siguientes personas:
- Fernando Condés: Fernando Condés había nacido en la provincia de Pontevedra, al igual que Calvo Sotelo, aunque era trece años más joven que éste. Hijo de un comandante de infantería, ingresó en la carrera militar a los 16 años y tras salir de la Academia de Toledo pidió destino en África, donde participó en numerosas acciones militares. Allí tuvo ocasión de conocer «al que se convertiría en su más fiel camarada», el teniente Castillo. Una vez pacificada la zona, Condés pidió en 1928 el ingreso en la Guardia Civil, y tras pasar por Cifuentes, Guadalajara, Barcelona y Oviedo, fue destinado al parque automovilístico de Madrid. En los círculos socialistas de la capital tuvo ocasión de coincidir de nuevo con Castillo, por aquel entonces teniente del Grupo de Asalto de Pontejos. Como ya hemos visto, tuvo una destacada participación en los preparativos para la revolución de octubre, pues Margarita Nelken le presentó al dirigente ugetista Amaro del Rosal. También entró en relación con Largo Caballero, que «le llegó a otorgar una total confianza» . Su misión en la revuelta era ocupar el Parque de Automovilismo de la Guardia Civil primero, y el Ministerio de la Gobernación después, para lo cual contaría con el apoyo de Castillo y sus hombres. Aunque el proyecto no llegó a realizarse, ambos fueron sometidos al correspondiente Consejo de Guerra. Amnistiado tras el triunfo del Frente Popular, Condés fue ascendido a capitán y dejado en situación de disponible. Condés se dedicó entonces a la instrucción de La Motorizada, unidad de acción de las juventudes socialistas madrileñas que actuaba como escolta de Indalecio Prieto. Dadas las excelentes relaciones que Condés había mantenido con Largo Caballero, ignoramos si había roto sus lazos con éste o si simplemente consideraba que a la hora de pegar tiros todos los socialistas debían permanecer unidos, hipótesis esta última que parece la más probable, pues sabemos mantuvo su amistad con Margarita Nelken. Según el testimonio de uno de los miembros de La Motorizada, Casto de las Heras, Condés era «una gran persona y un gran socialista».
- Luis Cuenca Estevas: También gallego, aunque de La Coruña, Luis Cuenca, hijo de un ingeniero industrial y nieto de un general de la Guardia Civil, hubo de marchar en su juventud a Cuba debido a «reveses de fortuna». Allí estuvo envuelto en diversos disturbios estudiantiles, y se afirmaba había sido guardaespaldas del dictador Camacho, por lo que se le apodaba indistintamente el Cubano y el Pistolero. En 1932 ingresó en las Juventudes Socialistas. «Era bajo, grueso, muy ancho de hombros, con pómulos abultados y de expresión agradable», como recordaba en 1939 Aniceto Castro, a quien se lo habían presentado días antes del 12 de julio «como escolta de Indalecio Prieto». «Tenía fama de pistolero de acción contra los fascistas», y entre sus compañeros se le atribuía el asesinato de Matías Montero y Juan de Dios Rodríguez. Ello no le impedía disfrutar de la confianza de Prieto, a quien protegió eficazmente en el mitin de Écija, cuando los caballeristas le obligaron a tiros a abandonar la población. Según la declaración de su hermano Luis en la Causa General, era íntimo amigo de Castillo y mantenía una relación algo más superficial con Condés. Muy amigo del presidente de la Juventud Socialista, Enrique Puente.
- Federico Coello: Médico afiliado a la Juventud Socialista de Madrid y a la FUE, huyó a Francia tras el fracaso de la revolución de Octubre. Incondicional de Largo Caballero (además de novio de su hija Carmen). «Hombre de acción que no vacilaba ante la necesidad de utilizar a veces la pistola.» Amigo de Enrique Puente. «Acostumbraba a ir en automóvil, dando escolta a Indalecio Prieto.»
- Francisco Ordóñez: Amigo de Coello que al igual que él había pertenecido a la junta directiva de la FUE. En 1934 se afilió a la Juventud Socialista, y participó activamente en la reorganización de sus milicias tras la amnistía de febrero de 1936.
- Santiago Garcés Arroyo: «Estatura regular. Era amigo del presidente de las Juventudes Socialistas, Enrique Puente, y actuaba como escolta de Indalecio Prieto, al que solía seguir en automóvil.» 43 Santiago Garcés, preguntado en su día por Gibson, manifestó que se había subido a la camioneta porque era amigo de Condés, a quien había conocido cuando la revolución de Octubre: «Por el mismo motivo se subieron allí Coello, Cuenca y Ordóñez.»
- José del Rey Hemández: Miembro de las Juventudes Socialistas desde 1931, ingresó en la Guardia de Asalto en 1932. Participó en los preparativos para la revolución de 1934 a las órdenes del teniente Máximo Moreno, por lo que fue condenado a seis años y un día, y amnistiado tras el triunfo del Frente Popular, siendo destinado al servicio de vigilancias políticas. Tras servir durante un mes de escolta del diputado conservador Gregorio Arranz, pasó a desempeñar las mismas tareas con Margarita Nelken.
- Tomás Pérez: Cabo de Asalto del cuartel de Pontejos.
- Aniceto Castro: Guardia de Asalto del cuartel de Pontejos.
- Antonio San Miguel Femández: Guardia de Asalto del cuartel de Pontejos.
- Bienvenido Pérez Rojo: Guardia de Asalto del cuartel de Pontejos.
- Ricardo Cruz Cousillos: Guardia de Asalto del cuartel de Pontejos.
- Orencio Bayo: Guardia de Asalto destinado al parque móvil. Conductor
de la camioneta número 17.
A estos nombres hay que añadir el de un guardia del escuadrón de Seguridad que servía de asistente a un hermano del teniente Barbeta; el de varios guardias de Vigilancias Políticas, cuyos nombres tan sólo proporciona Del Rey y que modifica en sus diversas declaraciones (Ángel Casas, Vidal, Esteban Seco, José Suárez, Amalio Martínez Cano), y el de algún otro Asalto de Pontejos (Lavarga, Robles Rechina, Moisés Crespo). En cualquier caso, el número de quienes partieron en la camioneta, que tenía una capacidad de veintidós plazas, no debió exceder de dieciocho.
Todos los supervivientes de la camioneta número 17 que fueron interrogados después de la guerra coincidieron en afirmar que marchó directamente a casa de Calvo Sotelo, sin efectuar ninguna parada en el camino. Aunque esa misma noche efectivos de Asalto se presentaron en casa de Gil Robles, al que no pudieron detener por encontrarse en Francia, parece razonable suponer, como hizo el jefe de la CEDA, que se trataba de misiones distintas. Al llegar al domicilio del líder del Bloque, Condés encargó a varios guardias y paisanos que vigilasen los alrededores, y seguido por algunos otros penetró en el edificio tras identificarse ante los dos guardias de seguridad encargados de la protección nocturna de Calvo Sotelo. De lo que ocurrió a partir de entonces en el hogar del diputado monárquico tenemos el relato de su hija Enriqueta, que aunque no fue testigo presencial de los hechos (no llegó a despertarse) ha dejado escrito lo que tuvo ocasión de oír a su madre y a los restantes moradores del piso.
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Re: la Guerra civil española
“Yo tengo, señor Casares Quiroga, anchas espaldas. Su señoría es hombre fácil y pronto para el gesto de reto y para las palabras de amenaza; le he oído tres o cuatro discursos en mi vida; los tres o cuatro desde ese Banco Azul, y en todos ha habido siempre la nota amenazadora. Bien, señor Casares Quiroga. Me doy por notificado de la amenaza de su señoría. Me ha convertido su señoría en sujeto, no sólo activo, sino pasivo, de las responsabilidades que puedan nacer de no sé qué hechos. Bien, señor Casares Quiroga. Le repito: mis espaldas son anchas; acepto con gusto y no desdeño ninguna de las responsabilidades que se Puedan derivar de actos que yo realice, y las responsabilidades ajenas, si son para bien de mi Patria y para gloria de España, los acepto también. ¡Pues no faltaba más! Yo digo lo que Santo Domingo de Silos contestó a un rey castellano: “Señor, la vida podréis quitarme, pero más no podréis”, y es preferible morir con gloria a vivir con vilipendio. Pero, a mi vez, invito al señor Casares Quiroga a que mida sus responsabilidades estrechamente, si no ante Dios, puesto que es laico, ante su conciencia, pues que es hombre de honor, estrechamente, día a día, hora a hora, por lo que hace, por lo que dice, por lo que calla; piense que en sus manos están los destinos de España, y yo pido a Dios que no sean trágicos. Mida su señoría sus responsabilidades; repase la historia de los veinticinco últimos años y verá el resplandor doloroso y sangriento que acompaña a dos figuras que han tenido participación primerísima en la tragedia de dos pueblos: Rusia y Hungría, que fueron Kerensky y Karoly. Kerensky fue la inconsciencia; Karoly, la traición a toda una civilización milenaria. Su señoría no será Kerensky porque no es inconsciente; tiene plena conciencia de lo que dice, de lo que calla y de lo que piensa. ¡Quiera Dios que su señoría no pueda equipararse jamás a Karoly!” —(Diario de Sesiones, número 45, del 16 de junio de 1936, páginas 1.380 y siguientes).
Santiago Casares.
Santiago Casares.
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Re: la Guerra civil española
Preparación del Alzamiento: maniobras en el Llano Amarillo.
Estas maniobras fueron una operación militar efectuadas por el Ejército español, destacado en el protectorado de Marruecos, entre los días 5 y 12 de julio de 1936, y que sirvieron de preparación para el Alzamiento Nacional. Dichas maniobras fueron autorizadas por el presidente del Gobierno republicano y ministro de la Guerra, Santiago Casares Quiroga y estuvieron presididas por el alto comisario de España en Marruecos, Plácido Álvarez Buylla, el general Agustín Gómez Morato, comandante general de las fuerzas de África, y el general Manuel Romerales Quintero, comandante general de Melilla.
Intervinieron en esta maniobra militar algo más de 20.000 hombres: 6 banderas de la Legión, 7 batallones de Infantería, 10 tabores de Regulares, 6 tabores de la Mehala, 10 escuadrones de Caballería, 6 baterías de Artillería y las correspondientes fuerzas auxiliares de Ingenieros, Transmisiones, Intendencia y Sanidad.
Aprovechando la operación, los principales jefes militares comprometidos en el alzamiento, ultimaron los detalles. Fueron captados para el Movimiento los coroneles Luis Solans y Emilio Peñuelas, que se unieron a los jefes de la conspiración, los tenientes coroneles Juan Yagüe, Gautier, Sáenz de Buruaga, Asensio Cabanillas, Juan Beigbeder, Losas, Alfaro, Juan Bautista Sánchez, Seguí, Maximino Bartoméu, Fernando Barrón, Delgado Serrano y Darío Gazapo Valdés.
A la hora del banquete de gala se oyeron voces de: ¡Café! (siglas de Camaradas, Arriba Falange Española).
El general Emilio Mola fija la fecha
Mola había fijado para el 14 de julio el inicio del Movimiento, pero al no estar aún a punto las negociaciones con la Comunión Tradicionalista, hubo de ser aplazado. La noticia del asesinato de José Calvo Sotelo perpetrado el 13 de julio, puso fin a todas las dudas. El 15 de julio cristalizaba el acuerdo definitivo entre militares y requetés. Mola recibió una carta de Yagüe comunicándole que acababa de atar todos los cabos sueltos de la conspiración en Marruecos. La consigna para el alzamiento redactada por el “Director” (Mola) fue: “El 17, a las 17”.
Estas maniobras fueron una operación militar efectuadas por el Ejército español, destacado en el protectorado de Marruecos, entre los días 5 y 12 de julio de 1936, y que sirvieron de preparación para el Alzamiento Nacional. Dichas maniobras fueron autorizadas por el presidente del Gobierno republicano y ministro de la Guerra, Santiago Casares Quiroga y estuvieron presididas por el alto comisario de España en Marruecos, Plácido Álvarez Buylla, el general Agustín Gómez Morato, comandante general de las fuerzas de África, y el general Manuel Romerales Quintero, comandante general de Melilla.
Intervinieron en esta maniobra militar algo más de 20.000 hombres: 6 banderas de la Legión, 7 batallones de Infantería, 10 tabores de Regulares, 6 tabores de la Mehala, 10 escuadrones de Caballería, 6 baterías de Artillería y las correspondientes fuerzas auxiliares de Ingenieros, Transmisiones, Intendencia y Sanidad.
Aprovechando la operación, los principales jefes militares comprometidos en el alzamiento, ultimaron los detalles. Fueron captados para el Movimiento los coroneles Luis Solans y Emilio Peñuelas, que se unieron a los jefes de la conspiración, los tenientes coroneles Juan Yagüe, Gautier, Sáenz de Buruaga, Asensio Cabanillas, Juan Beigbeder, Losas, Alfaro, Juan Bautista Sánchez, Seguí, Maximino Bartoméu, Fernando Barrón, Delgado Serrano y Darío Gazapo Valdés.
A la hora del banquete de gala se oyeron voces de: ¡Café! (siglas de Camaradas, Arriba Falange Española).
El general Emilio Mola fija la fecha
Mola había fijado para el 14 de julio el inicio del Movimiento, pero al no estar aún a punto las negociaciones con la Comunión Tradicionalista, hubo de ser aplazado. La noticia del asesinato de José Calvo Sotelo perpetrado el 13 de julio, puso fin a todas las dudas. El 15 de julio cristalizaba el acuerdo definitivo entre militares y requetés. Mola recibió una carta de Yagüe comunicándole que acababa de atar todos los cabos sueltos de la conspiración en Marruecos. La consigna para el alzamiento redactada por el “Director” (Mola) fue: “El 17, a las 17”.
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Re: la Guerra civil española
LLegada a Sevilla de los primeros Legionarios.
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Re: la Guerra civil española
Hacer pensar escribió:...
La prueba de eso es que al principio el golpe fracasó...
Por supuesto que fracasó. Como fracasó el dos de mayo contra Napoleón. Lo que triunfo fue el Alzamiento Nacional que vino a continuación, que no fue tan grande como para derribar a los sindicatos y la República pero lo suficiente para iniciar una guerra.
Además, los rojos no dieron opción a otra cosa. Desde el primer momento del golpe salieron a la calle armados e iniciando la revolución. La alternativa era luchar o morir.
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Re: la Guerra civil española
agus33 escribió:EL DIA DE LA RAZA
... Una ceremonia paralela se celebra en Salamanca, bajo la presidencia de un viejo famoso, el escritor y el filósofo, Miguel de Unamuno, el Rector de la Universidad de la ciudad.
Su importancia es subrayada por la presencia de señora Franco y del general Millàn Astray, una de las figuras del movimiento de insurrección.
...
Es él quien lanzó el eslogan famoso:
< ¡ Viva la muerte! >
...
Hay unas circunstancias donde callarse es mentir. Porque el silencio puede ser interpretado como una aprobación.
...
Acabo de oír el grito necrófilo e insensato de « ¡Viva la muerte! »... El general Millán Astray quisiera crear una España nueva, creación negativa sin duda, según su propia imagen. Y por ello desearía una España mutilada...
Furioso, Millán gritó: «¡Muera la inteligencia!».
En un intento de calmar los ánimos, el poeta José María Pemán exclamó:
... Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta: pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir.
...
Empezaré recordando que lo de "Día de la Raza" es un invento de los argentinos. Aunque España se apuntó como casi toda América, los intelectuales hicieron constar públicamente que lo de "raza" no tenía sentido.
---
En cuanto al lamentable episodio entre Millán Astray y Unamuno, el que no se enteraba de lo que estaba sucediendo era el honorable catedrático.
No puedes mandar a los jóvenes a las trincheras, a recibir balas de verdad, con discursos de Bambi, pacifistas o moralistas. La exaltación de la muerte es habitual en los ejércitos... porque es necesaria. Se trata de que todos tengan muy claro que luchan por cosas mucho más valiosas que su propia vida. Que se da por bienvenida la muerte si sirve para derrotar al enemigo. Que la muerte no es el final sino la puerta de entrada a la gloria.
¿Y qué hace nuestro inteligente Unamuno? Lanza la estocada más dolorosa que puede dar. Hace el máximo daño a propósito. Recuerda al general sus heridas, pero no para alabar el repetido sacrificio hecho por la patria, sino para afirmar que el desea una patría inválida como él mismo. Hablando claro: Unamuno se porta como un hijo de puta con el anciano militar.
Éste, que no tiene la habilidad verbal del hombre de letras, responde a las bravas con un muera la inteligencia. ¡¡Y tiene toda la razón!! Para que se vea más claro miremos a nuestro alrededor. Ahora pasan por intelectuales y grandes artistas gente como Almodóvar, Alaska, Preston, Jhon Lennon... De quienes lo más flojito que se puede decir es que son corruptores. ¡Ellos son la autoerigida cultura, celebrada a bombo y platillo! Si eso es la cultura... ¡¡muera la cultura!! No quiero que mis hijos sean "cultos" si significa que van a prestar oídos a labios tan venenosos.
Eso es lo que le está diciendo Astray a Unamuno: si toda tu celebrada inteligencia no sirve para galvanizar a los combatientes sino para lastimarme... no quiero tu inteligencia, es mala, es perjudicial, es malvada.
Para terminar, la contrarréplica del "sobrada fuerza bruta" indica hasta qué punto el catedrático no tenía ni idea de los peligros que afrontaba el bando nacional. Las grandes ciudades, el oro del Banco de España, las vegas de Cataluña, Valencia y Andalucía... todo estaba bajo dominio del enemigo. Los meses de desconcierto en el bando republicano ya estaban pasando y los avances relámpago de los nacionales se terminaban.
Fausto1880- Cantidad de envíos : 254
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Re: la Guerra civil española
Declaración Estado de Guerra en Toledo.
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Re: la Guerra civil española
¿Ves como no lo entiendes? Una pierna de menos no disminuye al herido de guerra sino que lo aumenta. Y si muere en el empeño cubriendo su puesto, será inmortal.
Para entenderlo tienes que dejar de pensar como individuo: TU vida, TU futuro, las cosas que TE importan... Debes pensar -o mejor dicho, actuar- como miembro de una gran familia, de una nación: la vida de la familia, el futuro de la familia...
Para entenderlo tienes que dejar de pensar como individuo: TU vida, TU futuro, las cosas que TE importan... Debes pensar -o mejor dicho, actuar- como miembro de una gran familia, de una nación: la vida de la familia, el futuro de la familia...
Fausto1880- Cantidad de envíos : 254
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Re: la Guerra civil española
¿Según yo? Yo no he dicho nada de eso ni remotamente, por la sencilla razón de que no lo pienso. El hecho de que pongas palabras en mi boca no habla de mis pensamientos, sino de los tuyos. ¿No serás tú quien piensa que sólo un bando merece consideración?agus33 escribió:¿ Porque , leyéndote , según tú , solamente tipos como este general merecen el derecho a ser considerados?
¿ Son los únicos que que merecen consideraciones por su fe y su coraje?
Pienso que estás en el error, otros como mi padre perdieron todo en el campo opuesto, la familia, la situación, para acabar por vivir una muerte lenta en el exilio.
Y tampoco les faltaba coraje , tanto o mas que este general , y amor para su país y una voluntad feroz para defender los derechos de una democracia reciente , la Repubica
Soy el testigo fiel , que ha conocido a mi padre y sus valores morales y humanas.
Si pretendes honrar a tu padre, empieza por no falsear aquello por lo que luchaban. Los rojos no luchaban por la democracia, luchaban por la revolución (socialista, anarquista o comunista que en eso no estaban muy de acuerdo). La democracia, si acaso, vendría después de haber hecho "la limpiá" de burgueses, curas y meapilas. Y si había que fusilar a media España se fusilaba, como decía Pasionaria.
Digo los rojos porque eran los únicos que luchaban con fe y coraje en el Ejército Republicano. Pero no con amor a España. La revoluciones izquierdistas eran todas de carácter internacional (lo único que realmente las distinguía del fascismo y el nacional-socialismo). Las tropas no gritaban Viva España sino Viva Rusia, Viva Stalin o Viva la Revolución. Sobre todo se gritaban Mueras.
"Si los curas y monjas supieran // la paliza que vámosle a dar // bajarían del coro cantando // libertad, libertad, libertad" (menuda "libertad")
El amor a España lo encontraron los exiliados en el extranjero. Allí es donde se dieron cuenta de lo que habían perdido, de que eran españoles y esa era una palabra con un profundo sentido. En Rusia fue donde El Campesino se dio cuenta del error de gritar "Viva Stalin".
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Re: la Guerra civil española
agus33 escribió:Para concluir mi sentimiento, voy a citar Franco , a la cuestión de un general alemán al Frente;
¿ Quién según usted tiene la mejor infantería del mundo?
Franco respondió:
- ¡ La tiene en frente, hablando de los republicanos!
Ya que la cuentas, cuéntala bien:
"Anécdotario de la Guerra Civil Española,de Díaz-Plaja" :
"Al día siguiente (de la batalla de Brunete), visitó a Varela en Sevilla la Nueva un agregado militar alemán para felicitarle por su triunfo en la víspera. El general le convidó a almorzar con nosotros.
Agregado : "Yo estuve en la guerra mundial del 14 al 18,y puedo asegurarles que lo que presencié ayer no lo había visto nunca. Sus soldados, general, son los mas eficaces y valientes del mundo".
General Valera: "Como sería una descortesía llevarle la contraria, yo tendré que decir que los segundos mejores son los alemanes."
Agregado: "No señor, perdone; los segundos, o quizás tanto como los que usted manda, son los rojos españoles."
Esta anécdota -dice Luca de Tena- la he visto referida a otras personalidades, pero puedo asegurar que el interlocutor del alemán fue Varela, el lugar Sevilla la Nueva tras la conquista de Brunete, y que yo la presencié. Ignoro si la frase ha sido plagiada antes, o después.
Última edición por Fausto1880 el 3/11/2012, 11:12 am, editado 1 vez
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