Batalla de Nördlingen (1634)

Disculpad el tochazo, pero no he podido evitarlo.

Era muy de mañana, cuando cuatro hombres salen despedidos por una ventana del castillo de Praga entre el jolgorio y la mofa de los parroquianos, herejes ellos. Entre el estiércol, los cuatro intrusos, que no eran unos cualquiera,  sino los emisarios del católico Emperador –tres refinados aristócratas y un escribano que les acompañaba para tomar nota de lo que aconteciera- se revuelcan mancillado su honor. Algo así escribiría el susodicho entre mierdas de puerco, sobre semejante vilipendio: “23 de Mayo de  1618. 9:00 de la mañana. Empieza la reunión. 9:01 Sin previo aviso y con alevosía mañanera, nos dan una patada en el culo –contabilizo cuatro en total, una a cada uno- y acabamos en compañía de cerdos –contabilizo 14- muy maltratados y entre carcajadas –contabilizo 30.000- de los herejes de los cojones.9:02 Termina la reunión.” Comienza la Guerra de los Treinta Años.

El ultrajado, el católico Emperador Fernando II de Habsburgo, falto de sentido del humor a lo que se ve, no le hace la gracia la cosa, se disgusta el muy ingrato, y encima considera una falta de consideración el trato dado a sus emisarios, se agarra un cabreo de tres pares y decide meterlos en cintura, darles clases de buena educación a esos maleducados e imponerles por narices la fe verdadera, que por algo es el Elegido de Dios para mantener a raya a los impíos herejes, dando por descontado que su primo español, también católico, le echaría una mano en tan cristiana misión.

Alejado de todo conflicto –Pax Hispánica- estaba su primo y aliado preferido, Felipe III. Éste, al contrario que su padre, el nada Prudente Felipe II, era poco dado a meterse en líos que no fueran de sábanas de satén y terciopelo, enfrentarse a un buen asado de jabalí, o como mucho, aplacar su instinto “militar” en su pasatiempo favorito: las cacerías. Pero no movió un dedo por su pariente alemán,  y su ayuda se limitó exclusivamente  a la cuestión de dineros. Un inciso con respecto a este rey, al que los historiadores, en mi humilde opinión, lo han tratado injustamente: es considerado el primero de los Austrias Menores,  es cierto que tiene el dudoso honor de haber “inventado” la figura del valido para dedicarse con auténtico entusiasmo a la vida ociosa, atolondrada, casquivana y llena de lujos, pero con él España logró el cénit de su poder, alcanzó su máxima expansión territorial (incorporando algunos territorios del norte de África y en Italia) y consiguió niveles de esplendor cultural  que desembocaron en El Siglo de Oro español. Tal era su apogeo que con sólo pronunciar su nombre hacía temblar a sus enemigos, tan indiscutible su hegemonía que no le hacía falta combatir para demostrar su superioridad sobre el resto. Eso, lo sabían todos, excepto los suecos. Pero aprenderán. Vaya si aprenderán.  A base de mamporros a la española.

Así que los alemanes católicos, felices y confiados de que su padrino español les sacará las castañas del asuntillo bohemio ese que les quema, y les ayudará económica y militarmente, se van confiados a repartir alegremente collejas a los herejes de las narices. 

En el otro lado, los protestantes buscan apoyo en el rey sueco, Gustavo II Adolfo, un tipo presumido, vigoroso y ambicioso de cojones, que aspiraba a construirse un imperio a costa de los luteranos alemanes aprovechándose de una  Alemania arruinada, dividida y muy debilitada. Este a su vez, es apoyado económicamente por el envidioso Richeliu, quien  preocupado por la acumulación de poder de los Hasburgo está decidido a aliviarles los quebraderos de cabeza que supone gobernar tanto territorio, quitándole Flandes, un poquito de Italia, otro poco de Alemania, otro poco de España… total “ná” para un Imperio donde nunca se ponía el sol. Para ello no tiene escrúpulo alguno en aliarse con sus enemigos religiosos, los protestantes suecos que encima tenían fama de invencibles ¡toma ya! como los españoles. Y como quiera que el cardenal –ni los franceses- tenían ni puñeteras ganas de ver ni en pintura a los españoles en el campo de batalla… a la sombra de la sombrilla.

Hasta aquí, la cosa pinta bien para suecos y mal, muy mal para los alemanes. Porque Gustavo, haciendo honor a su fama, con su poderosa caballería coracera y sus coloridos regimientos en un tris-tras hace filetes a las tropas imperiales cada vez que le viene en gana  -que son muchas- y en pocos años conquista todo el norte de Alemania, se planta en el corazón de la Alemania católica, Baviera, ocupando Munich en 1632. Los imperiales estaban cediendo en todos los frentes y había que actuar urgentemente antes de que el Imperio se derrumbara y no quedar –los españoles, claro- aislados.

Al cuarto de los Felipes de España –el tercero ya la había palmado a estas alturas de la historia- que los suecos  andaran enredando por el Báltico no le decía ni fú ni fá. Pero que el presumido Gustavo plantara sus reales en el lago Constanza, a tiro de piedra de los puertos alpinos y al lado mismo del llamado Camino Español, por donde sus tropas campaban a sus anchas trajinando por aquí y por allá, donde trasegaban con dineros y mercancías… eso, eso sí le tocaba las narices.

Así que, por fín, presto llamó a su dilecto hermano, el cardenal-infante Fernando de Austria para que le pusiera freno al sueco ese, el invicto Gustavo con su invencible ejército, con su caballería, la más poderosa y temible de su tiempo,  con sus novedosas tácticas, sus modernos, organizados y coloridos regimientos y su modernísimo armamento y darle a conocer el amargo sabor de la derrota al conocido como el “León del Norte”, o sea, el  fiero Gustavo. El cardenal-infante armó un ejército en Milán formado por tercios viejos, soldados españoles hartos de bregar por los campos de Dios, curtidos a base de despanzurrar enemigos en más de mil batallas… e invictos también. Cruzaron los Alpes, tomaron las plazas fuertes que estaban en manos herejes en un plis-plas, de paso engrosaron en sus filas todos los regimientos españoles que encontraron por el camino y se dirigieron hacia Holanda, donde Spínola les esperaba para meter en vereda a los holandeses, que se habían puesto algo revoltosillos y bastante chulos instigados por sus primos, los reptiles de la otra orilla del Canal. A finales del verano de 1634, tras franquear los Alpes y el valle del Danubio, el ejército imperial, compuesto ya por 20.000 infantes, 10.000 jinetes y más de 30 cañones, se topó con la ciudad imperial de Nördlingen, en el norte de Baviera, en manos de los luteranos, donde se había hecho fuerte un grupo de unos 5.000 herejes que esperaba la llegada del ejército sueco. El cardenal-infante se vio ante el dilema de sortear la ciudad y seguir hacia el norte o arrebatársela a los herejes y prepararse para la embestida del combinado sueco-sajón, capitaneado por el mariscal Gustav Horn y Bernardo de Sajonia,  pues el “León del Norte” había pasado a mejor vida en la sangrienta batalla de Lützen un par de años antes, ganada por los suecos pese a la muerte de Gustavo II y a sufrir más bajas en combate que los imperiales católicos. No es necesario precisar que, españolía obliga, se decidió por lo segundo, aunque no pudo completar la primera parte de la operación. Cuando se disponía a sitiar Nördlingen, sintió el aliento sueco en su preciado cogote. A toda prisa, Fernando abandonó la ciudad y buscó un emplazamiento adecuado para una batalla de auténtico exterminio. 

Suecos y españoles, dos pueblos a los que la geografía había colocado en extremos opuestos de Europa, se iban a dar de mamporros en un olvidado rincón de la Alemania central por un asuntillo menor de religión y uno mayor de hegemonía, o lo que es lo mismo, cuestión de huevos: a ver quién los tenía más fermosos. Dos ejércitos imbatibles, dos formas distintas de combatir; el mítico sueco con sus revolucionarias tácticas, su moderno armamento, la creación de una innovadora caballería pesada –coraceros- recuperándola como cuerpo decisivo en la batalla –perdida precisamente ante los Tercios un siglo y pico atrás- y su disciplina nórdica; y el  español con su legendaria –pero arcaica, según sus detractores- combinación de armas blancas –espadas, picas- y las de fuego –arcabuces, mosquetes- , con su enorme arrojo –rayando la temeridad- su cuestionada “improvisación” y su temible “encamisada”. La modernidad contra lo obsoleto. La ingeniería táctica ante la improvisación.  La sutileza frente a la barbarie. La pujanza contra la decadencia. O eso creían.

Como buen sueco, Horn despreciaba a los españoles, a los que calificaba de "desharrapados soldados" de un imperio en decadencia. Lo suyo es que hubiese entrado en Nördlingen con sus tropas de refresco y, al abrigo de sus murallas, plantara cara al español. Pero no: cegado por las fáciles victorias que había cosechado frente a los ejércitos del emperador, fue directo al encuentro con los españoles. Además de prejuicioso y precipitado, Horn no calculó bien cuántos enemigos tenía delante. Mal informado por sus espías, creyó que la hueste imperial no pasaba de 5.000 desmotivados, fatigados y, naturalmente, “desharrapados españoles”.

Por su parte, el hermano del rey supo ver el alcance de la batalla y dispuso sus tropas a las afueras de la ciudad, repartidas por varias colinas, con las unidades de apoyo, bávaros y croatas, en su retaguardia. En el cerro principal, la colina de Albuch, situó tres bastiones; la llenó de infantes españoles, que, como es bien sabido, no se rendían jamás. Todo pasaba por aquella estratégica colina, la más alta de la zona y que, con buen juicio, el marqués de Grana advirtió al resto con algo parecido a esto:
“Señores, en esta batalla los sin Dios nos pueden chulear muchos reinos y provincias, así que con licencia de su S. M. diré lo que pienso: el peso de la batalla ha de ser en lo alto de aquella colina y de los tercios que están en ella; será necesario enviar allí un tercio de españolitos e irle socorriendo con más españolitos según vaya siendo preciso.”

Fue tal cual había previsto Grana. Los suecos salieron como  toros a embestir y pasar por encima de los imperiales, que se habían colocado a la defensiva. Los españoles ocupaban el Albuch, mientras que sus aliados bávaros se quedaron en el llano asistidos por el tercio del marqués de Leganés, que se había encaramado en otra colina cercana, la de Schönefeld. Las tropas del llano eran el venenoso cebo. Dejarían que los rebeldes se desfondasen con ellos para, cuando estuviese la fruta madura, bajasen tan ricamente los españoles de los cerros a recogerla. Horn, soberbio pero no tonto del todo, advirtió la trampa y atacó la colina principal, llegando incluso a tomarla parcial y momentáneamente, pero los imperiales reaccionaron y lenta pero concienzudamente, desalojaron a patadas a los herejes.

El soberbio Horn, que a estas alturas de la batalla estaba ya hasta el penacho de los desarrapados españoles, entiende que se está librando el momento decisivo, Albuch es fundamental para la suerte de la batalla y pone en liza lo más granado de su ejército: los regimientos Azul y Negro combinado con la mejor de su caballería pesada, el Regimiento de Élite Amarillo.

Allí esperaba con el cuchillo entre los dientes el guipuzcoano Martín de Idiáquez con sus desarrapados hombres, de sonrisa torcida, tosco rostro y con muy, pero que muy mala leche. Fue entonces cuando el prepotente nórdico pudo comprobar lo decadentes que podían llegar a ser los españoles que tanto menospreciaba. Hasta quince cargas envió colina arriba con lo mejor de su ejército, que había, literalmente, sitiado la colina. Mermado de apoyos, a Idiáquez no le quedaba otra que improvisar sobre la marcha, cosa esta que en manos españolas se convierte en arte puro, y que casi siempre se nos ha dado muy bien. Se dirigió a los suyos y les arengó con vehemencia:
“Nenes, parece que estos demonios sin Dios nos quieren pasaportar al otro barrio, y contra nosotros viene lo mejor que pueden poner en el campo,  no creo que tenga que deciros que será cuestión de echarle huevos al asunto y aguantar firme. Cuando esos demonios amarillos acomplejados se dejen ver, no quiero que ninguno desfallezca, aguantad firmes ante ellos y esperad a oír la detonación de sus mosquetes, en ese momento todo el mundo a tierra”.

Tras aguantar como campeones la embestida de “los demonios amarillos”, los suecos ponen en liza su táctica más famosa e innovadora,  la “doble salva”(tres hileras de mosqueteros, cuerpo a tierra, de rodillas y en pié). Los españoles siguen al pié de la letra las órdenes de Idiáquez y se tiran al suelo tras la maleza después de la detonación,  burlando así las balas para desconsuelo de los atacantes, que vieron burlada de ésta manera tan sencilla, años y años de práctica y disciplina y que tantas y tantas victorias y gloria le habían proporcionado. Pero el Maestre de Campo tenía reservada una sorpresita al orgulloso sueco: tras la descarga, se levantan inmediatamente, salen los arcabuceros de entre las filas de piqueros, casi a quemarropa hacen fuego con sus arcabuces creando una auténtica masacre. Los suecos dudan, pues si después de dieciséis cargas los españoles le responden de esa guisa, de una manera tan española “donde las dán, las toman”, se preguntan contra quién coño están combatiendo, si contra hombres o demonios. Y amigos, la duda la huelen los españoles e improvisan de nuevo a su manera: rompen filas y cuchillo en mano al consabido grito de "¡Santiago y cierra España! cargan como bestias sobre el sorprendido ejército hereje. Mano de santo. Los de Horn, impresionados por el alarde compostelano del tercio de Idiáquez, se replegaron primero y luego echaron a correr cuesta abajo. La carnicería fue notable, pues a la persecución de los españoles, se unió la caballería croata, auténtica experta en estos menesteres y la cosa acabó en una cacería de ratas multicolores: azules, amarillas y negras. El propio Horn, supongo que muy a su pesar, conoció de primera mano de la hospitalidad y, naturalmente, de la decadencia de los desharrapados españoles, pues fue hecho prisionero. Según el historiador británico Parker: «Al anochecer […] unos 12.000 protestantes yacían muertos en el campo de batalla y 4.000 más, entre ellos Gustav Horn, habían sido hechos prisioneros. Nördlingen cayó inmediatamente y los restos del ejército derrotado, bajo el mando de Bernardo de Sajonia-Weimar, se retiraron a Alsacia». Algo parecido a lo que tuvieron que hacer los suecos en toda Alemania. Regresaron a las costas del Báltico a lamerse las heridas y nunca más volvieron a enfrentarse en el campo de batalla con los españoles, esos señores de la guerra –eso sí, decadentes- que llevaban más de cien años encadenando victorias, que acabaron con el mito sueco de invencibilidad y… que continuaron siendo los amos en los campos de batalla de Europa por varias décadas más.  

A esto, amigos, sí se le puede llamar una victoria decisiva, pues a partir de Nördlingen, a los hijos de Odín se les quitaron las ganas de asomar el hocico más allá del Báltico durante casi dos décadas y  cuando lo hicieron los españoles ya no se “ajuntaban” con sus parientes alemanes  -banales diferencias familiares de quién debía ostentar el título de Emperador- y, por supuesto, nunca llegaron a comprender cómo unos decadentes españoles les dieron las del pulpo a un ejército tan moderno, organizado, mono y colorido como el suyo. Tal vez la respuesta la tenga un oficial alemán que dijo de lo que aconteció en Nördlingen que los españoles “peleaban como diablos y no como hombres, estando firmes como si fueran paredes.” 

Finalmente, apostillar que algunos “expertos”, “investigadores” e “historiadores”, minimizan la victoria española escudándose en que los suecos tuvieron “puntuales dosis de mala suerte” en el desarrollo de la batalla. Excusas sin sentido a una victoria sin paliativos. Y me jode, porque esta sea probablemente, una de las batallas más épicas de los Tercios.

- Horn atacó a los españoles y no se refugió en la plaza pensando que eran menos y estaban cansados “porque sus servicios de espionaje le informaron mal”. Eso no es mala suerte, es tomar una estrategia equivocada basada en informes erróneos… hechos por ellos mismos. Además, durante el transcurso de la batalla, hicieron prisionero a un Sargento Mayor, un tal Escobar, al que interrogaron y no creyeron las cifras del ejército español: “decidme dónde se encuentran esos desharrapados para acabar con ellos enseguida” llegó a decir Weimar. Eso, tampoco es mala suerte, se llama menosprecio y chulería, actitudes éstas que normalmente llevan a la derrota.

- La noche antes de la batalla, los suecos intentaron mover unas piezas de artillería a posiciones más favorables y así poder sorprender a los imperiales, pero éstas se estancaron porque el terreno estaba hecho un barrizal. Normal, zona y época de lluvias. Eso tampoco es mala suerte. Es un error táctico por imprevisión y no comprobar el estado del terreno, más si había llovido como lo había hecho en jornadas anteriores.


- En un momento de la batalla, donde los suecos están haciendo retroceder a los imperiales, estallan las municiones abandonadas por los españoles justo cuando pasa un contingente hereje, causando desconcierto y bajas entre los protestantes. Este sí se podría considerar un lance con cierta dosis de mala suerte. Pero no deja de ser un lance de batalla como tantos otros y en tantas otras batallas, además poco o nada definitivo, pues los suecos siguen avanzando y los imperiales retrocediendo.

También alguno ha osado “quitar importancia” a la victoria española aduciendo que los españoles ganaron simplemente “por experiencia”. Como si los suecos fueran unos bisoños recién estrenados en esto de la guerra. Llevaban décadas combatiendo contra daneses, polacos y rusos, ahí se ganaron el apelativo de “invencibles”. No se da el atributo “invencible” por salir airoso en un par de peleas de vecinas. Invencibles y míticos, dos calificativos que los suecos se ganaron a pulso durante décadas y que suponen el reconocimiento por parte de todos los expertos e investigadores a una trayectoria –en el terreno militar- impecable e impresionante. Sólo los españoles le pusimos freno, pero después volvieron para quedarse, lejos –por si acaso- de los “desharrapados españoles”, con los que como ya dije anteriormente, jamás volvieron a cruzar sus armas.

No recuerdo en qué batalla fue, en las guerras de Italia, que tras ella, los franceses dijeron que no habían combatido contra hombres, sino contra diablos. No sabía que en Nördlingen se dijo también lo mismo de los infantes españoles.

Mastieno escribió:No recuerdo en qué batalla fue, en las guerras de Italia, que tras ella, los franceses dijeron que no habían combatido contra hombres, sino contra diablos. No sabía que en Nördlingen se dijo también lo mismo de los infantes españoles.

Referirse como "diablos" a los españoles era habitual por aquella época. Hubo más, pero concretamente supongo que te refieres al conde Holak, el almirante hereje holandés, que pasó a la historia no por sus victorias en el campo de batalla, sino por aquella frase tras su derrota en el episodio conocido como El Milagro de Empel allá por 1585: “cinco mil españoles que eran a la vez cinco mil infantes, y cinco mil caballos ligeros y cinco mil gastadores y cinco mil diablos"

Nop. No me refiero al Milagro de Empel. Aunque he de admitir que tampoco sabía que el Almirante Holak había pronunciado esas palabras. Si conocía sus célebres "tal parece que Dios es español al obrar para mí tan grande milagro".

Fue tras una batalla, en el marco de las Guerras de Italia en las que participó el Gran Capitán. Tras dicho enfrentamiento, que no recuerdo, los franceses dijeron que ese día no habían combatido con hombres, sino con diablos.

Tambien tuvo su guasa la cosa, durante el llamado Milagro de Empel que citas Vándalo, cuándo un hereje como lo era Holak dijese que parecia que Dios era español, y se habia posicionado en su contra para causarle tal derrota.

Vaya. Hemos publicado a la vez Mastieno y yo.
Con la diferencia que él lo ha explicado mejor.

Gran historia, imaginad si se hiciese una película así.

España puede hacer películas a patadas de ese tipo, ya ni te hablo si se hace a la americana, que es más por distraer que por histórica (película 300 o las numerosas películas americanas que un tío se carga a 300 enemigos de una sola vez).

Ahora los ingleses están muy presumidos con el tema de Gibraltar, muy confiados en sí mismos y que ven a España con a un país del tercer mundo, igual de haber un presidente que los tengan bien puestos, las haría dar una sorpresita a los ingleses.

Mastieno escribió:Nop. No me refiero al Milagro de Empel. Aunque he de admitir que tampoco sabía que el Almirante Holak había pronunciado esas palabras. Si conocía sus célebres "tal parece que Dios es español al obrar para mí tan grande milagro".

Fue tras una batalla, en el marco de las Guerras de Italia en las que participó el Gran Capitán. Tras dicho enfrentamiento, que no recuerdo, los franceses dijeron que ese día no habían combatido con hombres, sino con diablos.

Disculpa la confusión. No obstante, Aingeru ya te ha sacado de dudas. Y efectivamente, al hereje Holak se le conoce más por sus parrafadas que por sus logros militares. Por cierto, el Gran Capitán, para mí en el "top cinco" de los mejores militares de la Historia, al igual que D. Álvaro de Bazán y Guzmán, el diseñador de "La Graciosa y Felicísima" armada española, para mí uno de los tres mejores Almirantes de la Historia.

TRAJANO.v escribió:Tambien tuvo su guasa la cosa, durante el llamado Milagro de Empel que citas Vándalo, cuándo un hereje como lo era Holak dijese que parecia que Dios era español, y se habia posicionado en su contra para causarle tal derrota.

Paradojas de la vida, amigo Trajano. En realidad a los protestantes se les llamaba por aquella época "herejes" no porque renunciaran a Dios, sino por algunas herejías, la más gorda afirmar que la Virgen no era virgen, y que la cosa del embarazo no fue por el Espíritu Santo, sino que se la trajinó San José.

Aingeru escribió:Excelente artículo, VÁNDALO. Me ha gustado mucho, sobre todo, su prosa. Por cierto, la frase a la que se hace mención, viene sobre la batalla de Ceriñola en abril de 1503, durante la segunda Guerra de Nápoles, que finalizó con la victoria del Gran Capitán, Gonzálo Fernández de Córdoba y Aguilar... ...Una vez derrotados los franceses, es cuando se atribuye la frase famosa, “No hemos combatido contra hombres, si no contra diablos”.  

Gracias por el apunte. Y por supuesto, por tus elogios -inmerecidos- del artículo.

Juanma_Breda escribió:España puede hacer películas a patadas de ese tipo, ya ni te hablo si se hace a la americana, que es más por distraer que por histórica (película 300...

Cierto. Esta no es más que una simple muestra de la grandeza española. Al respecto de "300", en Carcasona 300 insolentes españoles les dimos las del pulpo a un ejército francés de más de 20.000, donde se cepillaron a 4 o 5 mil franchutes, hicieron prisioneros a un puñado... y la sangría no fue mayor porque los franceses pusieron pies en polvorosa poniendo tierra de por medio...

Gracias por la aclaración Aingeru. Dudaba entre Ceriñola y Garellano. Esta última también daría para muchas películas. Y es una pena que Nördlingen se recuerde más como una victoria imperial por lo colorido de sus tropas (alemanes católicos, croatas, italianos, españoles...) y que no se le atribuya casi todo el mérito a las armas españolas, pues en Albuch aguantaron desde el alba hasta el mediodía los hombres del tercio de Idiáquez. Unas quince cargas suecas que se toparon con las picas y arcabuces de los infantes españoles, para luego probar el buen acero toledano cuando se dieron a la fuga.

Estas "pequeñas historias" son las que dan clase, y categoría a un foro, y de las que se aprenden muchas cosas. Merece la pena el esfuerzo de escribirlas, pero sobre todo, leerlas e investigar.