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Mensaje por Sevillano 16/2/2014, 10:44 pm

Aquella tarde de marzo de 2008 los teléfonos no paraban de sonar en la oficina de una de las mayores televisiones extranjeras en Pekín[166]. A Linda, la única empleada china, le tocó atender todas las llamadas. La primera vez que levantó el auricular se quedó boquiabierta al escuchar una retahíla de insultos al otro lado. «¡Bastardos mentirosos!», le gritó una voz furiosa antes de colgar. Cientos de personas llamaron para quejarse de cómo la cadena estaba informando sobre las revueltas en Tíbet. Algún exaltado llegó a amenazar de muerte a los corresponsales. Para Linda, que llevaba apenas dos semanas en la empresa, fue una pesadilla. Al darse cuenta de que era china, sus compatriotas al teléfono la tachaban de traidora. «¿Cómo puedes trabajar para el enemigo?», la increpaban.

En lo alto del Himalaya, Lhasa, la capital tibetana, era en esos días un campo de batalla. Vivía la peor escalada de violencia en dos décadas. Cientos de tibetanos salieron a protestar en contra de lo que calificaban de opresión cultural y religiosa por parte de China, justo cuando se cumplían cuarenta y nueve años de la rebelión fallida contra Pekín de 1959. La mecha prendió cuando la policía china mató a cuatro monjes tibetanos, según la organización Free Tibet[167]. Un grupo de tibetanos arremetió contra sus vecinos han (la etnia mayoritaria en China), mataron a varios[168] e incendiaron edificios oficiales, tiendas y coches. Aterrorizados, muchos de los comerciantes huyeron de la ciudad. Pekín reaccionó enviando a decenas de miles de soldados a la región. Según fuentes tibetanas en el exilio y Amnistía Internacional, las tropas chinas tomaron Lhasa y dispararon con munición real. Fueron casa por casa buscando a los tibetanos que habían participado en las revueltas. Se llevaron a todo el que tenía un retrato del Dalai Lama en su casa y cientos de tibetanos desaparecieron[169]. Las protestas y las represalias se extendieron a las provincias limítrofes con población tibetana. El secretario del Partido Comunista en Tíbet habló de una «batalla a sangre y fuego contra la camarilla del Dalai Lama».
Cuando vio las primeras imágenes, Linda no podía creérselo. La frustración llevaba años larvándose entre los tibetanos, pero para muchos como ella no se hizo patente hasta que estallaron las revueltas. Los medios oficiales no mostraban los suicidios de los monjes y los simples ciudadanos que se prenden fuego para mostrar su desesperación.

Estaba gestándose un episodio histórico, uno de esos momentos que evidencian hasta qué punto China es una olla a presión, pero los medios internacionales sólo podían cubrir a distancia los acontecimientos. Entrar en Lhasa era imposible y los controles se habían extendido a las provincias aledañas[170]. Frustrados, los corresponsales se mordían los puños y citaban a fuentes enfrentadas que manejaban datos totalmente distintos, sin posibilidad de comprobarlos. Los tibetanos en el exilio hablaban de tiros, arrestos indiscriminados y redadas masivas por parte de las tropas chinas. Pekín culpaba del baño de sangre a los tibetanos violentos. Aseguraba que los había organizado el Dalai Lama para boicotear los Juegos Olímpicos que se celebraron ese agosto.

Varios medios extranjeros situaron por error en China imágenes de policías golpeando a monjes tibetanos que en realidad correspondían a Nepal e India. Aunque algunos se disculparon[171], el incidente dio argumentos a Pekín para decir que los medios occidentales tomaban partido por los tibetanos. Según la propaganda oficial, Occidente quería frenar el ascenso de China y ensuciar su imagen antes de la esperada cita olímpica. Este ambiente caldeado fue el que llevó a muchos chinos a llamar a la redacción de Linda.

Pocos temas perjudican más a la imagen de China en el exterior que la situación de Tíbet, una región autónoma[172] con un sentimiento nacional muy arraigado, y su propia lengua, etnia, cultura y religión. Para Pekín forma parte de China desde el siglo XIII, cuando ambas fueron conquistadas por los mongoles. Los tibetanos discuten esta versión, y la historia da argumentos a ambas partes. Hasta el siglo XX la región se mantuvo más o menos próxima al gobierno chino y, entre 1913 y 1915, disfrutó de cierta independencia de facto. Tras vencer en la guerra civil a los nacionalistas del Kuomintang Mao Zedong envió a Tíbet al Ejército Popular de Liberación para hacerse con el control de la región. En 1951 llegó a un acuerdo con el Dalai Lama, la máxima autoridad tibetana, que no se opuso a la soberanía china. Sin embargo, la relación se degradó y el deterioro desembocó en el alzamiento fallido de 1959 contra China y la huida posterior del Dalai[173]. Hoy vive en Dharamsala, India, donde regenta el gobierno tibetano en el exilio. Desde allí pide autonomía para Tíbet, no la independencia ni la secesión de China. Son las nuevas generaciones de tibetanos nacionalistas, sobre todo los que viven en el extranjero, quienes abogan por la independencia.

Pekín sostiene que liberó a Tíbet de la miseria y del vasallaje de los señores feudales. Que ha conseguido elevar la esperanza de vida y mejorar la sanidad y las infraestructuras en la región. En las últimas décadas ha invertido miles de millones de dólares en llevar carreteras hasta uno de los lugares más inaccesibles del planeta y en un tren bala que une Pekín con Lhasa (cuatro mil kilómetros) en cuarenta y ocho horas. Para los tibetanos en el exilio las inversiones, lejos de ser altruistas, responden a una colonización en toda regla. Reiteran que Pekín ha fomentado la emigración de chinos de etnia a la región, relegando a los tibetanos a una posición secundaria. Los dominan hoy la economía. El Partido Comunista chino mantiene la región bajo control extremo: tiene desplegados a miles de soldados, no admite periodistas extranjeros salvo en viajes oficiales supervisados y vigila los monasterios y a los periodistas, blogueros y escritores tibetanos. Algunos están en la cárcel por haber enviado información al extranjero. La Federación Internacional de Derechos Humanos habla de «violaciones sistemáticas y flagrantes de los derechos humanos y las libertades fundamentales» por parte de Pekín. Cientos de personas han sido obligadas a acudir a clases de adoctrinamiento por haber viajado a India a recibir clases del Dalai Lama.

A Linda, la joven periodista, le impactó ver tanto odio acumulado en sus compatriotas. «Me di cuenta de que la gente en China está mal, de que lleva una vida muy dura y es profundamente infeliz. En el caso hipotético de que hubiéramos cometido un error al informar, la audiencia puede llamar y quejarse, pero no amenazar de muerte. Es una reacción totalmente desproporcionada. Las llamadas eran una excusa para soltar mucha frustración. Pensé que algo debía de andar muy mal en la sociedad china si la gente tenía todo eso dentro».

Lo que más le llamó la atención era que la gente que llamaba para amenazar no podía haber visto la cadena donde trabajaba ella. Primero, no hablaban inglés. Segundo, ¿cómo podían haber seguido la cobertura sobre Tíbet si la emisión se había censurado dentro de China? Eso demostraba que las revueltas en Tíbet habían pasado a otro nivel. La propaganda azuzaba con ellas el orgullo patriótico. Los fengqin[174], jóvenes nacionalistas (literalmente, «jóvenes enfadados»), saturaron varios foros de Internet con arengas contra los medios occidentales y referencias al pasado colonial. China tenía que levantarse, decían.

Una parte de enardecidos fengqin sí sabía inglés y había seguido por Internet la cobertura de los medios internacionales. Dentro de esa élite había varios amigos de Linda, que opinaban que Occidente tomaba partido basándose en sus prejuicios contra Pekín. Les parecía lamentable que las estrellas de Hollywood abrazaran la causa del gobierno tibetano en el exilio sin mencionar los intereses estratégicos que Rusia, Reino Unido y Estados Unidos han tenido históricamente en la región o que la CIA envió dinero al Dalai Lama durante años.

Para algunos era la resistencia pasiva de los tibetanos, que se quemen a lo bonzo en lugar de poner bombas, lo que les granjeaba apoyo en el extranjero. Pekín nunca renunciaría a Tíbet porque era una mina de recursos naturales, situada en un lugar estratégico. Ceder a las pretensiones de autonomía del gobierno tibetano en el exilio crearía un precedente en Xinjiang, otra región autónoma donde China tiene un problema similar con los musulmanes de etnia uigur. Linda estaba harta de escuchar la misma conversación cuando salía a cenar. «Era un tema comodín, alguien comentaba que el mundo estaba contra China y lo más fácil era dejarse llevar. Los chinos recibimos una educación gregaria. Yo misma habría estado siguiendo a la masa si hubiera trabajado en otra cosa».
 
El primer mes en la cadena fue un aperitivo de lo que se le venía encima. En 2008 en China ocurrieron más cosas que en otros países durante una década. Antes de los Juegos Olímpicos muchos medios que nunca se habían interesado en China, salvo en caso de catástrofes naturales y sólo si sumaban miles de muertos, empezaron a pedir información sobre su crecimiento económico, sus problemas sociales y aquella misteriosa institución llamada Partido Comunista.

Ana Fuentes Hablan los chinos. Historias reales para entender a la futura potencia del mundo CA Press (2012)
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Mensaje por Sevillano 16/2/2014, 10:49 pm

Linda nunca había mirado su país bajo el prisma de una televisión occidental. Como asistente de producción, su tarea era buscar temas e interlocutores que pudieran resultar interesantes, conseguir datos y permisos de grabación y traducir las entrevistas. Uno de sus primeros encargos fue investigar las expropiaciones forzosas. Desde el año 2000 decenas y quizá cientos de miles de personas[175] habían sido expulsadas de sus casas para construir los estadios olímpicos y modernizar la ciudad. Las autoridades les ofrecían cambiar de casa; unos aceptaban y otros, no. Algunas familias estaban encantadas de mudarse a un apartamento nuevo en las afueras porque al fin tendrían inodoro y calefacción. Otros reconocían que los apartamentos eran mejores, pero luego se daban cuenta de que tardaban una hora más en llegar al trabajo, los barrios nuevos no tenían la misma vida y perdían el contacto con sus vecinos. Y se hundían.

Muchos se negaban a mudarse porque les ofrecían compensaciones irrisorias, muy por debajo del precio de mercado. Había casos más dramáticos de gente que no había visto ni un yuan de indemnización. Linda y sus compañeros visitaron a personas que, por oponer resistencia, habían recibido palizas de matones contratados por los promotores inmobiliarios. A algunos vecinos les habían echado encima las excavadoras en medio de la noche. La joven periodista habló con algunos peticionarios que intentaban llevar su causa ante la justicia para incomodidad de las autoridades[176]. «¡Eran gente tan normal!», me dijo. «Me impresionó lo fácil que podía ser acabar como ellos, perdiéndolo todo, indefensos». En algunos barrios de casas bajas que siguen en pie en el centro de Pekín aún pueden verse los panfletos con la propaganda gubernamental: «Aprovecha esta oportunidad. Cuanto antes te mudes, antes harás realidad tu sueño». O bien: «No hagas caso a los rumores, confía en el gobierno».
Las expropiaciones forzosas no son nada nuevo en China. Desde que empezaron las reformas económicas en la década de 1980 al menos cuarenta millones de campesinos han visto expropiadas sus tierras[177]. El sector inmobiliario surgió en esos años. Creció y creció, espoleado por dos factores: China necesitaba albergar más población en las ciudades y los gobiernos locales tenían que financiarse. 

Casi el 80 por ciento del presupuesto de urbanismo se obtiene vendiendo tierras a promotores inmobiliarios[178]. Las autoridades locales usan parte del beneficio para pagar las indemnizaciones y se quedan con el resto. Cuanto menor sea la compensación destinada a los vecinos, más se embolsan las arcas municipales y los promotores.
En teoría los ciudadanos que no estén conformes pueden demandar al Estado. En la práctica los tribunales se niegan a oír sus casos por presión de las autoridades y los empresarios. Quien se empeña en protestar paga un precio muy alto. El gobierno reconoce que el problema afecta a todo el país, pero sólo ha emprendido reformas legales mínimas. Durante los Juegos Olímpicos las autoridades pregonaron que la gente tendría derecho a manifestarse siempre que pidiera permiso y lo hiciera en zonas acordadas. Nadie pudo hacerlo y quienes lo intentaron sufrieron represalias. Varios ciudadanos terminaron en la cárcel o bajo arresto domiciliario por organizar protestas[179].

«Es irónico que digan que vivimos en la nueva China. Muchos problemas, como las expropiaciones o la desigualdad entre pobres y ricos, datan de hace siglos», comentó Linda. No le impactaban en sí estas injusticias. Pero se le habían quedado grabadas las caras de las personas apaleadas, de los abuelos llorando entre los escombros de sus casas derruidas. A la mayoría de chinos que trabajaban para medios extranjeros les ocurría lo mismo. Linda me explicó que lo hablaban cuando quedaban para comer y en un foro de Internet donde compartían consejos y recursos. El año olímpico fue especialmente duro para ellos. Se sentían en el deber de denunciar las atrocidades que se producían entre bambalinas, y a la vez muy culpables por criticar a su país, porque creían que también tenía cosas buenas.

Linda tenía fama de ser una fuera de serie. Muchos medios occidentales habrían pagado por tenerla como productora: tenía reflejos, sabía sacar punta a las historias y cuando quería algo iba a por ello. Sin embargo, me confesó que no tenía vocación de periodista. De adolescente no leía periódicos ni pertenecía a esa minoría de estudiantes curiosos que trapichean con películas y libros prohibidos. Sólo entró a trabajar en un medio extranjero por la curiosidad de saber cómo funcionaba el mundo.
Habíamos coincidido algunas veces por trabajo, pero nunca teníamos ocasión de hablar. En las ruedas de prensa se sentaba en primera fila, garabateando a toda velocidad en un bloc de notas y atendiendo dos teléfonos al mismo tiempo. Cuando la llamé por primera vez le interesó mucho el proyecto de este libro, pero se negó a aparecer en él por miedo a que le pudiera pasar algo a su familia. Su madre había trabajado para el gobierno de Wuhan, su provincia natal, y su padre, en una empresa estatal, y ambos estaban jubilados. Pero ¿y sus primos y tíos? «En China nunca se sabe qué consecuencias pueden tener estas cosas», me dijo. Como su historia era demasiado buena para no incluirla, le pedí que estableciera ella las reglas para sentirse segura. Fueron tres: no aparecería su nombre real, no especificaría en qué medio trabajaba y tampoco hablaría de sus experiencias más espinosas con las autoridades.

En nuestra primera cita fuimos a un café que le gustaba en el barrio de la Torre del Tambor. Era un sitio luminoso, con pretensiones bohemias, lleno de sofás desparejados y de libros. Linda pidió una tarta de pera y un zumo y enseguida empezó a preguntarme cosas. Parecía que estaba entrevistándome ella a mí. Quería saberlo todo: qué había hecho antes de llegar a China, si tenía hermanos, cómo editaba el sonido de mi grabadora. Era una curiosa empedernida, muy espontánea y tenía un gran sentido del humor. Al hablar abría mucho los ojos y movía las manos en todas las direcciones. Nada que ver con la periodista seria de las ruedas de prensa.

Comía muy despacio, desmigando la tarta con el tenedor y reservando los trozos de pera para el final. Me contó que desde pequeña tomaba sus decisiones con una sola idea: aprender. Quería entrar como fuera en Beida, la Universidad de Pekín, que le parecía lo máximo de la intelectualidad. Lo consiguió matriculándose en una de las carreras más exóticas sobre la tierra: Filología urdu. «El urdu es el idioma unitario de Pakistán, como el mandarín en China. Es una mezcla de persa y árabe», explicó. «Ya sé inglés y chino, así que miré el mapa y me dije: voy a aprender algo a medio camino». La universidad le brindó algo que llevaba tiempo esperando. «Por primera vez tuve que pensar y elegir, porque hasta entonces sólo había aprendido de manera mecánica. Era maravilloso sentir que mi cerebro estaba realmente vivo, cuestionarme todo mientras mis compañeros y los profesores hacían lo mismo. Pasábamos horas reflexionando sobre por qué la gente se enfada, qué es una ciudad, el concepto de la maternidad... Cuando empiezas a trabajar, no tienes mucho tiempo de pensar en cosas que no son inmediatamente útiles. Mi madre quería que estudiara economía. Quizá fue egoísta por mi parte no escoger algo que me permitiera ganar más y ayudar a mi familia, pero no quería terminar siendo una persona rica y confundida sobre el mundo».

Entonces aún no barajaba como opción el periodismo. «No tenía una idea formada de los medios, ni chinos ni extranjeros. No sentía esa necesidad de sacar noticias a la luz. Quería ver el mundo, acumular experiencias y aprender». Hasta que ocurrió algo que le cambió la vida: Pervez Musharraf, entonces presidente de Pakistán, visitó Pekín y ofreció una recepción para diplomáticos y estudiantes de política exterior. Por cortesía, enviaron la invitación a la promoción de Filología urdu. Era un encuentro protocolario, pero Musharraf quiso dar una imagen de diálogo y abrió un turno de preguntas a los jóvenes. Linda levantó la mano. «Mi pregunta fue muy suave: “Presidente, ¿cómo cree que Naciones Unidas debería ayudar a resolver el problema del terrorismo en Pakistán?”. Pero hablé en urdu y todos los diplomáticos se fijaron en mí. Se hizo un silencio en la sala y Musharraf me contestó: “Señorita, como habla mucho mejor urdu que yo, permítame que le conteste en inglés”», dijo riéndose.

Le gustó la sensación de formular una pregunta a alguien con quien normalmente no podría relacionarse. «Caí en que si me hacía reportera podría acceder a personas y lugares». Unos meses después, en la recepción con motivo del Día Nacional de Pakistán, abordó al embajador pakistaní en Pekín y le preguntó si se acordaba de ella. Cómo no recordar a la estudiante que sorprendió al presidente, le contestó el político. «Le dije que cuando terminara la carrera quería ser periodista y le pedí que me ayudara a conseguir unas prácticas en un medio de comunicación de su país».

A los pocos meses aterrizó en Islamabad.

Llegó en un vuelo desde Nueva Delhi. En el aeropuerto la esperaba un funcionario pakistaní. «Me llamó por mi nombre urdu, Yahaara, que quiere decir “Adorno del Universo”. Agarró mi maleta llena de polvo y nos montamos en el coche oficial. Era la primera vez que veía un coche con una mesita en la parte de atrás. En el camino a la ciudad me habló de la geografía y la historia del país, como si fuera una diplomática», relató Linda. «China y Pakistán tienen una relación especial que quieren enfatizar para presionar a India. Imagino que mi viaje simbolizaba un gesto de amistad».
El funcionario la llevó a uno de los mejores hoteles de la ciudad. Acostumbrada a pernoctar entre mochileros cuando viajaba, Linda le explicó que no podía permitírselo. Él le contestó que no se preocupara: el Ministerio de Exteriores se encargaría de todo. «Fue una escena muy cómica. Yo había traído desde Delhi un trozo de pizza que me había sobrado para cenar. El señor, amabilísimo, me subió todo el equipaje y se quedó mirándome en medio de la habitación de lujo, con su cama enorme y sus sofás. Señaló la caja de la pizza y me dijo: “Señorita, ¿necesitará esto? Creo que está un poco frío”», explicó soltando una carcajada.
Las prácticas consistieron en seguir a los redactores de un diario local y de la televisión GEO durante un mes en Islamabad, Lahore y Karachi. No publicó nada, solamente podía preguntar y tomar notas. Notó que sus jefes estaban preocupados por su seguridad porque los ataques terroristas eran frecuentes. «Estaban obsesionados con la seguridad de los extranjeros. En Karachi mi hotel estaba justo enfrente del restaurante donde secuestraron y asesinaron a Daniel Pearl, el periodista del Wall Street Journal[180]», relató. Le pregunté si había pasado miedo. «Era muy joven e imprudente. Nunca pensé que pudiera ocurrirme algo. Fuera de la habitación del hotel había un tipo armado con una bayoneta. El primer día llamó a la puerta y me dijo en urdu: “Estoy aquí para protegerte. Si sales, te seguiré”. Le respondí que no quería que me siguiera porque llamaría más la atención. Contestó que tenía que firmar un papel si no quería vigilancia. Y firmé. No volvería a hacerlo ahora».
El mes en Pakistán le abrió el apetito por el periodismo internacional. De vuelta en China buscó una escuela prestigiosa donde especializarse. No consiguió entrar en la Universidad estadounidense de Columbia, pero la aceptaron en un máster en Londres, donde por primera vez se rodeó de adictos a la información. Sus compañeros estaban al tanto de todo lo que ocurría en el mundo; le recomendaron cientos de libros y documentales que le cambiarían la vida. Con el corazón en vilo siguieron juntos las imágenes del terremoto de Cachemira que provocó la muerte de más de setenta y cinco mil personas el 8 de octubre de 2005. Era sábado, día lectivo en esa región entre India y Pakistán, y el temblor sorprendió a miles de niños en las aulas. La reconstrucción se anunciaba complicada. Linda pasó los meses siguientes retomando el contacto con los reporteros locales que conoció durante sus prácticas y con la comunidad pakistaní de Londres. Decidió que su proyecto de fin de máster sería un documental sobre los supervivientes. Unas cuantas ONG la ayudaron a organizarlo todo.
 
 
«Llegué a las montañas de Cachemira en una camioneta vieja con unos desconocidos que me presentó una organización humanitaria», me contó. «Las carreteras estaban destrozadas. En algunos tramos no se veía el borde del camino. Ahora lo pienso y no sé cómo lo hice: viajar durante un mes con una cámara, un trípode, reflectores, la mochila. Acababa de aprender a usar el equipo en clase y nunca había producido sola una historia. Pero me dejé llevar. Era alucinante estar allí. Me metí en las tiendas de los refugiados que lo habían perdido todo pero aun así me ofrecían la comida que tenían. Todo el tiempo pensaba: Qué suerte tengo de estar viendo esto. Cuántas vidas diferentes hay en este mundo».
Envió el documental al festival New Horizon de la cadena Al Jazeera, que entonces no era tan conocida internacionalmente pero tenía buena reputación entre los estudiantes de su escuela londinense. «Decían que era un medio moderno, imparcial en comparación con la BBC y la CNN», explicó Linda. Quería quedarse a trabajar en Londres, pero para un ciudadano chino es complicado conseguir la visa. «Faltando pocos meses para que expirara mi visado de estudiante, me comunicaron que mi documental había resultado nominado para el festival, que era en Doha. Si salía de Reino Unido, no me dejarían volver a entrar. Pero algo me decía que tenía que ir, así que empaqueté todas mis cosas, metí las cajas en el cuarto de un novio que tenía y me fui al festival».
Todo le salió rodado. En el certamen conoció a su futuro jefe, que quedó impresionado con aquella chica despierta que hablaba a la perfección urdu, mandarín e inglés. La oficina de Al Jazeera árabe en Pekín necesitaba una asistente y ella parecía la candidata ideal. Para Linda también era la ocasión perfecta de meter la cabeza en el periodismo internacional sin correr demasiados riesgos. Al Jazeera había nacido con la vocación de contrarrestar la voz anglosajona dominante en los medios y por entonces no mantenía demasiadas fricciones con el gobierno chino[181]. 

Durante los ocho meses que pasó en la oficina de Pekín Linda prácticamente no salió de la redacción. Su labor era actualizar datos y traducir. «Fue interesante, pero quería más. A los 20 años, una vez que has aprendido a hacer algo, necesitas avanzar. Una vacante se abrió en una cadena americana y me presenté».
 
 
Su vida sería muy distinta si trabajara en un medio local. En primer lugar porque la misión de un periodista chino no es mostrar los hechos de forma objetiva, sino «servir al socialismo y al Partido Comunista», como indicó el propio presidente Hu Jintao antes de los Juegos Olímpicos. En la facultad reciben horas y horas de formación ideológica. Una joven aspirante a reportera en Pekín me confesó una vez que nadie de su promoción quería trabajar en la sección de política porque la presión era insoportable. Ella se había especializado en deportes y sus amigas, en entretenimiento y economía. La prensa financiera también les parecía una buena opción: sin pudor, reconocían que las empresas compraban a los reporteros con regalos y viajes.
El periodista chino no puede sacar los colores a un político en directo. Pekín espera que sea un brazo ejecutor del gobierno, que lo ayude a influir en la opinión pública. Todo lo que se salga de ahí es arriesgado. En lo que se refiere a libertad informativa, su país es un auténtico drama. China ocupa el puesto 174 de 179 en la clasificación de Reporteros Sin Fronteras, sólo por delante de Irán, Siria, Turkmenistán, Corea del Norte y Eritrea[182]. Al menos veintisiete periodistas están en la cárcel por escribir artículos sobre democracia, la matanza de Tiananmen, escándalos medioambientales, revueltas étnicas o temas que hayan dejado en evidencia al Partido Comunista[183]. Un caso dramático fue el del escritor Tan Zuoren, famoso entre los activistas, que viajó a Sichuán tras el terremoto de mayo de 2008. Más de cinco mil niños murieron sepultados bajo sus escuelas, construidas con materiales de pésima calidad como consecuencia de la corrupción local. Tan escribió un informe documentando este escándalo que el gobierno se encargó de silenciar. Fue condenado a cinco años de prisión en 2010[184].
Cada día los medios reciben instrucciones directas del Departamento de Propaganda sobre qué pueden cubrir y cómo en comunicados de este tipo: «Todos los medios deben informar con cuidado sobre las expropiaciones de tierras. No cuestionen las demoliciones legítimas, no apoyen a los que piden compensaciones no razonables, no informen sobre incidentes relacionados con las demoliciones forzosas, tales como suicidios, autolesiones de los propietarios o protestas. No destaquen los pocos casos extremos. No se permitirán reportajes sobre el tema o enlazar unos casos con otros».

O bien: «En lo que concierne al incidente fatal del tren K256 del Ministerio de Ferrocarril de Shanghái, en el que un pasajero murió por un altercado con miembros de la tripulación, los medios no llevarán a cabo investigaciones independientes sino que esperarán al comunicado de prensa del ministerio»[185].

Al Departamento de Propaganda los periodistas y los internautas lo llaman irónicamente zhenli bu (), el Ministerio de la Verdad, en referencia al de 1984, la novela de George Orwell. Un autor anónimo publica un conocido blog llamado Zhenli Bu, que recoge todos los asuntos supuestamente proscritos por la propaganda oficial[186]. No tiene desperdicio.

Taiwán, Xinjiang y Tíbet encabezan la lista de los temas más delicados para los periodistas chinos. La isla de Taiwán es un Estado independiente en la práctica desde la década de 1950, pero China la considera una provincia rebelde. Lleva reclamándola como propia desde el fin de la guerra civil en 1949, cuando los nacionalistas, que perdieron la contienda, se refugiaron en la isla mientras Mao Zedong subía al poder en la China continental. Desde 2009 las relaciones entre Taipei y Pekín se han suavizado mucho: ya existen vuelos directos entre ambas ciudades y un tratado de libre comercio con muchas restricciones. Aun así el pulso continúa: China tiene centenares de misiles apuntando a la isla y declara que la recuperará a la fuerza si es necesario. Estados Unidos es el gran aliado de Taiwán y su principal proveedor de armas.

Xinjiang supone un problema similar a Tíbet para el Partido Comunista. Ambas son regiones autónomas ubicadas estratégicamente en el mapa, con un subsuelo riquísimo en gas y petróleo. Xinjiang atravesó periodos de autonomía e independencia a lo largo de la historia, pero fue tomada por los chinos en el siglo XVIII. Desde la década de 1950 Pekín ha fomentado la emigración de población a la región, donde la mayoría étnica es la de los uigures musulmanes. Tienen una lengua propia (el uigur, que viene del turcomano) y son profundamente nacionalistas. Al frente de su organización en el exilio, el Congreso Mundial Uigur, está Rebiya Kadeer, conocida como «madre de la diáspora uigur». Para ella la ocupación china se compone de represión, violencia y opresión económica. En 2009 en la región estalló la violencia étnica: decenas de uigures y chinos murieron de forma violenta, hubo centenares de arrestos y la provincia quedó sellada y aislada del exterior durante meses.

Toda información sobre estos tres temas está absolutamente controlada. Y no son los únicos. Por ejemplo, en caso de accidentes o catástrofes, todos los medios han de esperar los comunicados del gobierno o ir a remolque de lo que emita el canal CCTV, no se permiten las conexiones en directo con periodistas en la zona. Las noticias sobre expropiaciones forzosas y escándalos medioambientales o alimenticios deben abordarse siempre desde la retórica oficial y «sin mencionar los casos extremos». Las protestas, unas cien mil al año según la Academia de Ciencias Sociales, no pueden abordarse en conjunto, como un problema social[187]. Tampoco está permitido emplear el término «sociedad civil», cuestionar la reforma política o adoptar una postura contraria al gobierno. A los editores que infringen esas normas los despiden. Algunos columnistas históricos han sido condenados al ostracismo por negarse a rebajar el tono.
Es un panorama deprimente, como reconocen muchos reporteros. La mayoría termina resignándose a escribir lo que le mandan y completa su salario acudiendo a todas las convocatorias de prensa que pueden, donde las empresas obsequian a los medios con los famosos sobres rojos con dinero. Los sobornos están tan extendidos que a los reporteros no les da vergüenza reclamarlos. Una amiga de Linda, del diario británico Financial Times, vivió una situación surrealista en una rueda de prensa en Pekín: la compañía que organizaba el acto le entregó el dossier informativo con el consabido sobre dentro. Volvió al mostrador donde estaba el equipo de relaciones públicas para devolverlo. Le suplicaron que se quedara con él. En ésas estaban cuando oyó a dos periodistas locales discutiendo con otra chica del equipo. «Es injusto», le decían, «somos del mismo medio pero trabajamos en secciones distintas, ¿por qué nos dan un solo sobre?».

Entre los que se vuelven activistas y sacrifican su puesto de trabajo y los que agachan la cabeza existe un término medio: los reporteros que se contentan con colar de vez en cuando un tímido gol a la censura. En 1991 causaron gran revuelo varios editoriales en el Diario del Pueblo, la voz del Partido, firmados por un tal Huangfu Ping, que alababan la controvertida apertura económica de Deng Xiaoping. En realidad se trataba del periodista Zhou Ruijin, antiguo redactor jefe adjunto del diario, que no se atrevió a firmar bajo su nombre real pero consiguió generar debate dentro y fuera del Partido durante meses. En junio de 2011 el columnista Xiao De, del Guiji Xianqu Daobao, escribió que la sociedad china se estaba volviendo «invivible». Y en referencia al mal gobierno de algunos políticos locales, subrayó: 

«Cuando un funcionario del Estado tiene como único objetivo cobrar sobornos, no debe asombrarnos que gobierne de forma absurda, sin ninguna conciencia ni escrúpulo y sin actuar como garante de la ley. Redactar leyes es fácil; es más complicado construir una moral común».

Ana Fuentes Hablan los chinos. Historias reales para entender a la futura potencia del mundo CA Press (2012)
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Mensaje por Sevillano 16/2/2014, 10:50 pm

Se que es un tocho de largo, pero las historias que cuenta esta escritora española sobre sus experiencias en China me parecen alucinantes. 

Un abrazo a todos.
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