El fin del trabajo: comienzo de una nueva era

Alicia N. Neuman

La precipitación de cambios estructurales ocasiona ansiedad y pensamientos apocalípticos. Ello viene dado por la regularidad que requiere la sensibilidad humana para hacer cálculos cotidianos, como una suerte de pequeños actos de fe necesarios en el andar del día a día. Por ejemplo, no sabemos si el sol saldrá mañana, tan sólo pensamos que así será basados en la experiencia de que “siempre” ha sucedido así. Si una noche antes de dormir dudáramos de la salida del sol porque todavía no ha sucedido, nos paralizaríamos totalmente en relación a todos las pequeñas acciones que tenemos al otro día. Obviamente este es un ejemplo extremo, pero nos ayuda a pensar sobre nuestra dependencia de la regularidad y la angustia natural que nos producen los cambios.
Una posible estrategia para superar esa asfixiante sensación de inseguridad extrema, cuando cambios muy fuertes se aproximan de manera inminente e inevitable, puede surgir mediante la búsqueda del origen de la situación que cambia, para darnos cuenta de que a pesar de nuestra costumbre, es decir, de la regularidad, las situaciones no son permanentes, y, sobre todo, que no tienen que serlo. Hubo un momento en el que surgieron y habrá un día en el que caducarán.
En nuestros días son muchas las situaciones que cambian, desde el clima hasta las democracias más asentadas. Y quizá una que está produciendo mucha angustia, sea el rol que tiene el trabajo tal y como lo conocemos, esto es, como forma de alimentar parte del sistema económico y como medio de regular las relaciones humanas.
El trabajo es un gran socializador. Nos permite estar conectados con otras personas, incluso en situaciones contrarias a nuestros gustos y pareceres, con lo cual aprendemos a replegar o suavizar posiciones y valoraciones personales y con ellos nutrimos la convivencia. Si carecemos de vida social, somos mucho más propensos a caer en estados depresivos agudos, porque el circuito del dar y el recibir (que en el trabajo se expresa en responsabilidad-salario), necesario para mantener el equilibrio existencial, queda colapsado. Es lo que oímos a menudo de personas jubiladas o sin empleo, quienes sienten que ya no son útiles y por ello, a pesar de recibir una paga, son presa fácil de la depresión.
En la vida moderna, digamos que desde el siglo XVII en adelante, el trabajo profesionalizado se ha convertido, no sólo en la manera de sobrevivir y estar con los demás, sino en el medio por el cual nos podemos realizar en la vida a nivel individual. Mediante un buen trabajo obtenemos —eso pensamos— estatus social, respeto y honor. Es la base de una posible plenitud que se complementará con la vida familiar y, tal vez, con uno que otro “toque” dedicado a alimentar el espíritu.
Pero últimamente el perfil social y humano del trabajo está agotándose a un paso acelerado, en un mundo sobresaturado de cosas, construido, hipertecnificado y sobrepoblado. Un mundo que se ha llenado, de objetos y personas, como un cubo de agua. Cada vez es más difícil el acceso a un trabajo que pueda satisfacer medianamente, de acuerdo al nivel de lo que cada quien desee: desde un trabajo sencillo que permita un sustento básico, hasta uno que implique un gran poder y honor social. Cada vez hay más profesionales preparados para altas responsabilidades o más personas adultas dispuestas para trabajos físicos de gran exigencia, produciendo una gran cantidad de distorsiones, como los exceso de burocracia en Estados que apuestan por el control social, o Corporaciones que negocian con los gobiernos ventajas legales y dispensas de responsabilidades sociales que les rinden una considerable renta.
Jeremy Rifkin, un conocido economista estadounidense, ha postulado desde 1995 “El fin del trabajo”, justo por razones como las que venimos anticipando. La literatura al respecto está en la red y es conveniente revisarla, sobre todo si está especialmente angustiado por alguna situación personal, o si se percibe a los jóvenes desalentados por apreciar que es casi imposible la satisfacción de todos sus potentes deseos por medio de una vida profesional. Es decir, que ya se está considerando teóricamente que debemos pensar en ese inminente final de nuestra principal forma y manera de socialización.
Pero como habíamos dicho, también vale la pena considerar su origen, para poner en perspectiva la situación y saber que lo que conviene, antes que la desesperación, es la consideración de otras formas de socialización más adecuadas al mundo interconectado e interdependiente en el cual hemos “amanecido”.
El trabajo fue considerado durante el siglo XIX, especialmente por Karl Marx, como la única posibilidad del hombre de llegar a ser plenamente humano. De allí que el trabajo de las nuevas fábricas de la Revolución Industrial en Inglaterra (con jornadas de unas 12 horas, salario suficiente sólo para sobrevivir y producir más mano de obra y total alejamiento de lo que era producido mediante la división de las tareas en la línea de producción), sólo podía configurar hombres alienados de su propia condición de hombres. Si el trabajo es —según el Marx de “Los escritos de juventud”—, lo que une al hombre con la naturaleza y lo que le permite expresar y materializar su espíritu, sólo un trabajo creativo o un trabajo que produzca orgullo (como un molino de agua o la construcción de una casa)… podía llegar a realizar al hombre. Y definitivamente este no era el caso de un obrero que durante todo el día sólo clavaba el mismo clavo en la misma suela, sin llegar a ver nunca el zapato que producía y sin dinero suficiente para comprarlo. El trabajo anterior a la fábrica, era el del taller del maestro artesano, por ejemplo, el zapatero, quien junto a toda la familia podía fabricar el zapato desde el curtido de su cuero.
Un poco antes de Marx, en la Inglaterra de los siglos XVI y XVII, el surgimiento de nuevas situaciones sociales y la elaboración teórica del derecho natural (todos somos iguales frente a la Naturaleza), le dieron al trabajo el rol liberador que justo ahora está desapareciendo. El trabajo, en su origen, junta por primera vez en la historia del hombre el esfuerzo con la propiedad. Antes, en la época plenamente monárquica, el Rey o el Señor Feudal eran propietarios absolutos de lo que producía el súbdito o el campesino. Incluso de su propia vida.
Es así que de la larga historia de la humanidad, el trabajo profesional, como fuerza liberadora y medio para alcanzar la felicidad, tiene apenas unos 3 siglos, de los cuales 2 fueron de esfuerzos por vencer resistencias y construir su realidad. De modo que si el trabajo, tal y como lo conocemos, ha llegado a su fin, no tenemos que pensar que todo acabará con él. Estamos ante la posibilidad de inventar nuevas y mejores fórmulas para construir una sociedad acorde con el nivel de co-responsabilidad en el que estamos “atrapados”. Si el trabajo representó una fuerza de liberación de los abusos del Rey, creando la felicidad de individuos que pactaron estar en sociedad, lo que en adelante inventemos tendrá que ser una fuerza liberadora de toda la realidad material, consumista o controladora en la que aquella ya caduca visión del trabajo profesional nos configuró.
Una posibilidad viene dada por esta idea: si todos tuviésemos una Renta básica universal, teoría social que el propio Rifkin, entre otros teóricos, apoya, podríamos organizar nuestro tiempo, nuestra energía, nuestros talentos y toda la vida social, de una manera completamente nueva y ciertamente mucho más liberadora de la que es capaz de producirnos el trabajo de hoy en día. Y no seguir negando, como lo hizo Marx y todo el pensamiento moderno, que tenemos una realidad espiritual que debemos atender y cuidar. Es lo que parece estar asomando el nuevo tiempo, al margen de la antigüedad de las religiones y de lo combativo que fue este tiempo secular con toda idea sobre la divinidad.
Seguimos deseando un buen trabajo que nos proporcione seguridad y bienestar. Pero si no es posible sino tan sólo para una pequeña parte de la población mundial, pronto tendremos que idear una manera mucho más deseable de estar y ser entre todos. La desesperación no es la salida en esta especie de nuevo siglo XVII. Una nueva era, sin duda.
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