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1640: Guerra con Francia, los segadores y la mutilación de Cataluña.
Foro 1492 :: FOROS :: FORO DE HISTORIA
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1640: Guerra con Francia, los segadores y la mutilación de Cataluña.
Tras la hegemonía política y militar española en Europa y América desde los Reyes Católicos hasta Felipe III, el reinado del penúltimo monarca Habsburgo, Felipe IV, evidenció el agotamiento de una España desangrada tras siglo y medio de lucha en las cuatro esquinas del globo: guerras contra ingleses, franceses, holandeses, protestantes, turcos, berberiscos, descubrimiento, conquista y colonización de América y de Filipinas, etc.
Ante la perspectiva del desmoronamiento del Imperio, el valido de Felipe IV, Conde-Duque de Olivares, intentó aplicar varias medidas para reforzar económica y militarmente al reino. Una de las propuestas de mayor transcendencia fue la Unión de Armas, con la que pretendía involucrar más directamente a los territorios de la antigua Corona de Aragón, que hasta ese momento, debido a la estructura del Estado habsbúrgico, si bien participaba en menor medida que los castellanos en la gobernación del Imperio, soportaban muchas menos cargas tributarias y militares que aquéllos. Así lo recogió Quevedo:
“En Navarra y Aragón
No hay quien tribute un real;
Cataluña y Portugal
Son de la misma opinión;
Sólo Castilla y León
Y el noble pueblo andaluz
Llevan a cuesta la cruz.”
La política centralista del Conde-Duque de Olivares, que aconsejó al rey la uniformización jurídica de todos los territorios de España según el modelo de las leyes de Castilla, encontraba oposición entre las aristocracias de los territorios de la antigua Corona de Aragón, sobre todo en Cataluña, pues las cortes de Aragón y Valencia aceptaron los planes del valido.
GUERRA CON FRANCIA
En 1635, en el contexto de la Guerra de los Treinta Años, estalló la guerra con la Francia de Richelieu, ante lo que Olivares insistió en la aportación catalana de hombres y dinero, a lo que la Diputación de Cataluña se opuso. El valido se quejó de la indolencia del Principado en la defensa del territorio frente a la amenaza francesa, e incluso el Consejo de Ciento se opuso en un principio a enviar tropas para socorrer su propio territorio, a la Cataluña transpirinaica, hoy ocupada por los franceses.
Tras unos años (1629-1638) calamitosos de peste y malas cosechas en toda Cataluña, los problemas causados por el alojamiento y el pillaje de los ejércitos reales que tuvieron que ser enviados contra los franceses que habían atacado por el Rosellón en junio de 1639 tras su derrota en Fuenterrabía, provocaron el enfrentamiento y la revuelta en el verano de 1640. Los catalanes se levantaron al grito de “Visca el rei d´Espanya i muiren els traidors!”, aunque esto no suele ser recordado…
Un testimonio esencial para conocer lo sucedido en aquel tiempo es el de Francisco Manuel de Melo, general portugués al servicio de Felipe IV que fue protagonista directo de los hechos. En las memorias que escribió sobre la guerra de 1640 recogió, con gran simpatía hacia los civiles catalanes y crítica hacia la soldadesca, los diversos hechos que fueron agravando la situación. Uno de los motivos por los que los naturales experimentaron rechazo hacia los soldados, aparte de los desmanes cometidos en materia de alojamiento y pillajes, fue la percepción de muchos de ellos como extranjeros y herejes:
“Contenía el campo católico, además de los tercios españoles, algunos regimientos de naciones extranjeras, venidos de Nápoles, Módena e Irlanda, los cuales no sólo constan de hombres naturales, mas entre ellos se introducen siempre muchos de provincias y religiones diversas: los trajes, lengua y costumbres diferentes de los españoles, no tanto los hacía reputar por extraños en la patria, sino también en la ley: este error platicado en el vulgo del vino a extenderse de tal suerte, que casi todos eran tenidos por herejes y contrarios a la Iglesia”
El clima de desconfianza y enfrentamiento entre población y los soldados enturbió aún más las ya muy difíciles relaciones entre las instituciones del Principado y la Corona a causa de los intentos de ésta por uniformar administración, impuestos y levas, hasta extremo del ofrecimiento por la Diputación de Cataluña al rey francés Luis XIII del título de Conde de Barcelona.
LOS SEGADORES
Pero hemos de detenernos brevemente en el Corpus de Sangre (conocido así desde una novela homónima decimonónica), episodio esencial de la mitología nacionalista.
Ya con los ánimos desatados y la autoridad real, representada por el virrey Conde de Santa Coloma, en grave cuestión, los acontecimientos se precipitaron. Existía en Barcelona la tradición de que el día del Corpus Christi (que aquel año era 7 de junio) bajasen a la ciudad los segadores de las comarcas vecinas, lo cual sucedió este año de 1640 en unas circunstancias de desorden que se agravaron por la llegada de esta multitud de campesinos.
De nuevo seguimos el testimonio del testigo presencial Francisco Manuel de Melo. Es preciso señalar que, lejos de ser un observador profelipista o simplemente neutral, el portugués manifestó su simpatía por la causa de los rebeldes y en contra de las armas a las que él mismo estaba sirviendo, pues no en vano ese mismo año se entregaría a la causa independentista portuguesa. Relata de este modo la llegada de los segadores en Barcelona:
“Había entrado el mes de junio, en el cual por uso antiguo de la provincia acostumbran bajar de toda la montaña hacia Barcelona muchos segadores, la mayor parte hombres disolutos y atrevidos, que lo más del año viven desordenadamente sin casa, oficio o habitación cierta: causan de ordinario movimientos e inquietud en los lugares donde los reciben (…) temían las personas de buen ánimo se llegada, juzgando que las materias presentes podrían dar ocasión a su atrevimiento en prejuicio del sosiego público”.
Continúa Melo describiendo el comienzo del enfrentamiento con las tropas reales:
“Señalábase entre todos los sediciosos uno de los segadores, hombre facineroso y terrible, al cual queriendo prender por haberle conocido un ministro inferior de la justicia (…) resultó de esta contienda ruido entre los dos: quedó herido el segador, a quien ya socorría gran parte de los suyos. Esforzábase más y más uno y otro partido, empero siempre ventajoso el de los segadores. Entonces alguno de los soldados de milicia que guardaban el palacio del virrey tiraron hacia el tumulto, dando a todos más ocasión que remedio”.
Tras la generalización de los desórdenes, los segadores se dieron al saqueo:
“A este tiempo vagaba por la ciudad un confusísimo rumor de armas y voces; cada casa representaba un espectáculo, muchas se ardían, muchas se arruinaban, a todas se perdía el respeto y se atrevía la furia: olvidábase el sagrado de los templos, la clausura e inmunidad de las religiones fue patente al atrevimiento de los homicidas”.
Continúa Melo relatando que a los soldados y funcionarios castellanos se los mataba y despedazaba, y a los propios barceloneses se les asesinaba bajo acusación de traidores por no apoyar la revuelta y ayudar a los soldados.
“Fueron rotas cárceles, cobrando no sólo la libertad, mas autoridad los delincuentes”.
Finalmente, las turbas dieron muerte al virrey, Dalmau de Queralt, conde de Santa Coloma, al intentar embarcar para escapar de los amotinados, y continuaron el saqueo. Numerosos testigos presenciales dejaron testimonio de las destrucciones, incendios, asesinatos y despedazamientos de cadáveres que se cometieron. Con el trasfondo de los desórdenes antigubernamentales, la revuelta evidenció un componente de revolución social contra la burguesía y aristocracia dominantes y de anárquica venganza de revoltosos y delincuentes, que se afanaron en asesinar a agentes de la justicia. El principal caudillo de los violentos acontecimientos fue Rafael Goday, escapado pocas semanas antes de la cárcel en la que se hallaba pendiente de ejecución. Otro de los cabecillas fue Sebastián Estralau, también forajido y exgaleote.
Ésta fue la revuelta de los segadores, episodio idealizado por el nacionalismo catalán como si se hubiese tratado de un alzamiento nacional y en el que se inspira el que denominan himno nacional catalán, de reciente creación y enseñado a los niños en los colegios de Cataluña.
En una Historia de Cataluña aparecida hace pocos años, de no oculta inspiración nacionalista, los autores recuerdan el carácter de la revuelta de 1640:
“El rey, la religión, Dios y el país permanecieron intocables a todas las proclamas d la revuelta. Ninguno de los resortes tradicionales fueron puestos en duda: “Viva el rey y muerna los traidores”, “Viva la fe y mueran los traidores y el mal gobierno”, eran consignas que no permitían ninguna clase de dudas”. J.Nadal i Farreras & P.Wolf, Historia de Cataluña, Ed. Oikos-Tau, Barcelona 1992, pág. 318.
LA MUTILACIÓN DE CATALUÑA
Durante el verano de 1640 fue extendiéndose la revuelta social por otras zonas de Cataluña, asesinándose a todo aquel que representase algún poder: funcionarios reales, soldados, nobles o simplemente ricos.
Mientras tanto, la tensión entre el gobierno y la diputación catalana no hizo sino aumentar, por lo que Olivares dispuso que un ejército entrase en Cataluña para acabar con el desorden. Pero Pau Clarís y otros representantes de la diputación ya habían comenzado las conversaciones con el gobierno francés en busca de ayuda. A principios de diciembre, mientras el ejército español entraba por el Sur, el francés lo hacía por el Norte.
Poco después, en enero de 1641, por iniciativa de Pau Clarís la Junta de Brazos, y el Consejo de Ciento proclamaba a Luis XIII de Francia Conde de Barcelona. Al mes siguiente moría Clarís. Prácticamente nadie –ni el clero, ni la nobleza, ni los responsables municipales, ni el pueblo en su conjunto- secundó las decisiones de Clarís y los suyos, a los que consideraban traidores. Los delegados de la Diputación en los pueblos y comarcas de toda Cataluña conocían mejor que los dirigentes barceloneses el estado de opinión de los catalanes, más adictos a España que a Francia y a dichos dirigentes. Las masivas negativas a acatar las normas emanadas de la Diputación de Cataluña y de las autoridades francesas tuvieron por consecuencia la prisión, la confiscación y el destierro de muchos y el exilio voluntario de muchos más, aumentando el número de los antifranceses con el paso del tiempo. Aparte de las poblaciones que se habían mantenido fieles a Felipe IV pronto otras se sumaron a la rebelión contra los franceses, como Reus, Lérida, el valle de Arán, Tarragona, etc.
Además, las impopulares medidas tomadas por el rey francés pronto empezarían a evidenciar a las oligarquías barcelonesas el error cometido. A comienzos de 1643 las autoridades catalanas elevaron al rey francés un memorial de sus desgracias, pues el maltrato por parte de la soldadesca y los desafueros de las autoridades enviadas desde París empezaban a hacer añorar los tiempos anteriores, aun con Conde-duque de Olivares incluido. Se denunció a las autoridades francesas que estaban cometiendo los mismos desafueros que habían originado todo el conflicto.
Pedro de Marca, enviado francés a Cataluña en 1643, Consejero de Estado y posteriormente arzobispo de París, escribía:
“Me he confirmado en la opinión de que en Cataluña todo el mundo tiene mala voluntad para Francia e inclinación por España (…) Tengo todos los días nuevas pruebas de que los religiosos, los nobles y el pueblo son muy malintencionados para el servicio del rey (de Francia) (…) ningún partido es pro-francés”.
El marqués de Brezé, virrey francés de 1642 a 1645, escribió igualmente que entre los catalanes “solo veía caras hostiles y sospechosas”, y que ya empezaban a temer que el único interés de la participación de Francia en Cataluña era quedarse el Rosellón.
En 1842, con motivo de una reedición de la obra de Melo, el historiador catalán Jaime Tió añadió varios capítulos al original del portugués, que alcanzaba tan solo hasta el fracasado ataque realista a la fortaleza de Montjuich en los primeros meses del conflicto. Como a continuación Melo se dirigió a Portugal a colaborar en la guerra que libraban sus compatriotas, cesó su presencia en el teatro de operaciones catalán. Tió elaboró un resumen de los acontecimientos que se sucedieron durante los diez años más que duró la guerra hispanofrancesa hasta la victoria final española en 1652. Para ello acudió a fuentes documentales coetáneas de los hechos narrados, depositados en el Archivo de la Corona de Aragón, varios de los cuales insertó en el propio texto. Escribe Tió sobre el crecimiento del ambiente proespañol y antifrancés:
“Mostráronse hostiles a cara descubierta los paisanos, y mostraban ya más buena faz a los castellanos que a sus aliados, a quienes miraban con adusto ceño. Vitoreóse España en muchas partes, gritóse muera Francia, y a mansalva pagaron algunos franceses con la vida”.
Tras los repetidos reveses del ejército francés, muchos catalanes fueron encaminándose hacia Barcelona junto con los ejércitos españoles, que avanzaban sobre Cataluña siendo recibidos por la población con vivas a España y mueras a Francia.
“Su número llegó a tal punto, que la ciudad pensó ver repetidas las escenas sangrientas del año cuarenta”.
Pero esta vez contra los franceses y sus colaboradores.
La Diputación de Cataluña, reunida en Manresa, acordó expresar su fidelidad al rey español. En palabras de Tió:
“Ésta, habido consejo, y bien meditado que bajo el poder de España no había tenido jamás que sufrir desacatos y contrafueros más que cuando un ministro se le había mostrado enemigo, pensó que no existiendo ya tal (Olivares fue destituido en 1643), valía más someterse otra vez al rey, fiando su benignidad y prudencia, que continuar en alianza con los franceses, de quienes Cataluña había sufrido todo linaje de injurias y toda especie de agravios”.
El conflicto finalizó en 1652 con la victoria de Felipe IV y el perdón general, como leemos en la carta de D. Juan de Austria, hijo de Felipe IV, otorgando el perdón en su nombre, de 11 de octubre de 1652:
“de todos los excesos y delitos cometidos desde el año 1640 hasta el día de hoy, sin exceptuar persona, ni delito de cualquier género, condición o calidad, aunque de crimen de lesa magestad, sino es de D. José Margarit, que como principal causa de los daños que se han padecido y por la obstinación con que persevera con sus errores, no es digno de gozar de este beneficio”.
Pero la victoria se consiguió al precio de la pérdida del Rosellón y parte de la Cerdeña, que por derecho de conquista pasaron a manos francesas a pesar de haber manifestado sus habitantes el deseo de volver a integrarse en España, para lo cual incluso se alzaron violentamente contra las tropas francesas.
De esta pérdida, causada por la traición de las instituciones catalanas y su negativa inicial en reclutar tropas para la defensa de su propia frontera (aunque cuando lo hizo fue en número insuficiente) en un momento en el que la Guerra de los Treinta Años obligaba a España a un inmenso esfuerzo militar en las cuatro esquinas de Europa, los nacionalistas acusan hoy, paradójicamente, a España. Por ejemplo Rovira i Virgili escribió esta tendenciosa acusación olvidándose de que el factor fundamental para establecer la nueva frontera fue el hecho consumado de la conquista francesa de dichos territorios:
“El condado del Rosellón y buena parte del de Cerdeña quedaron, sin embargo, en poder de Francia, debido a la mala voluntad o a la torpeza de la diplomacia española”.
En la página web de Convegencia Democrática de Catalunya podemos leer la interpretación nacionalista:
“En 1640, la guerra entre Castilla y Francia tuvo como víctima a Cataluña, y fue repartida entre las dos partes”.
Poco después de la firma del Tratado de los Pirineos (noviembre de 1659) Luis XIV se apresuró a eliminar el régimen foral tradicional, sustituyéndolo por la legislación general francesa. En junio de 1660 firmó el edicto por el que ordenaba la supresión para el Rosellón y la Cerdeña del Consejo Real de Cataluña, la Diputación y todas las demás instituciones catalanas. Diez años después, el 2 de abril de 1670, el Rey Sol prohibía el uso oficial del catalán por ser “contrario a mi autoridad y al honor de la nación francesa”. Por el contrario, Felipe IV no tocó el régimen foral catalán, que quedó incólume.
Este conflicto quedó en la memoria de los catalanes, quienes todavía fueron atacados por la Francia de Luis XIV en varias ocasiones durante las décadas siguientes. Margarit encabezó uno de estos intentos de recuperación de Cataluña, pero los propios catalanes se encargaron de repelerlo. Durante cuarenta años los enfrentamientos bélicos de menor o mayor envergadura entre españoles y franceses fueron constantes en la frontera catalana. Los roselloneses siguieron dejando claro que para ellos era una injuria el considerarlos franceses.
El odio antifrancés –ya viejo en la Corona de Aragón secularmente enemiga de Francia durante toda la Edad Media- sería muy importante cuando medio siglo después se plantease en España el conflicto dinástico entre habsburgos y borbones a la muerte de Carlos II. No en vano gabacho, el término despectivo para referirse a los franceses, es palabra catalana.
Finalizó su relato Tió con estas palabras relativas al conflicto bélico que ensangrentaría Cataluña medio siglo después y a la fidelidad demostrada por los catalanes a España y a la dinastía habsbúrgica:
“Dígalo si no su tesón y el poderoso brío con que defendió a la casa de Austria medio siglo después, cuando alegando derechos el archiduque Carlos y el duque de Anjou, aspiraban entrambos a la corona de España. ¿Qué provincia mostró mayor entereza, ni dio mayores pruebas de su sincero amor que Cataluña? ¿Cuál derramó más sangre propia y enemiga? ¿Cuál combatió con más denuedo? Tenía viva en el alma la imagen de la guerra que hemos descrito, recordaba el abandono de Francia, y acusaba su mala fe (…) y no olvidando que sus derechos habían sido acatados siempre por los antecesores de aquel rey (Felipe IV), hubiera gritado viva España y lo gritó, aun perdida toda esperanza”.
Ante la perspectiva del desmoronamiento del Imperio, el valido de Felipe IV, Conde-Duque de Olivares, intentó aplicar varias medidas para reforzar económica y militarmente al reino. Una de las propuestas de mayor transcendencia fue la Unión de Armas, con la que pretendía involucrar más directamente a los territorios de la antigua Corona de Aragón, que hasta ese momento, debido a la estructura del Estado habsbúrgico, si bien participaba en menor medida que los castellanos en la gobernación del Imperio, soportaban muchas menos cargas tributarias y militares que aquéllos. Así lo recogió Quevedo:
“En Navarra y Aragón
No hay quien tribute un real;
Cataluña y Portugal
Son de la misma opinión;
Sólo Castilla y León
Y el noble pueblo andaluz
Llevan a cuesta la cruz.”
La política centralista del Conde-Duque de Olivares, que aconsejó al rey la uniformización jurídica de todos los territorios de España según el modelo de las leyes de Castilla, encontraba oposición entre las aristocracias de los territorios de la antigua Corona de Aragón, sobre todo en Cataluña, pues las cortes de Aragón y Valencia aceptaron los planes del valido.
GUERRA CON FRANCIA
En 1635, en el contexto de la Guerra de los Treinta Años, estalló la guerra con la Francia de Richelieu, ante lo que Olivares insistió en la aportación catalana de hombres y dinero, a lo que la Diputación de Cataluña se opuso. El valido se quejó de la indolencia del Principado en la defensa del territorio frente a la amenaza francesa, e incluso el Consejo de Ciento se opuso en un principio a enviar tropas para socorrer su propio territorio, a la Cataluña transpirinaica, hoy ocupada por los franceses.
Tras unos años (1629-1638) calamitosos de peste y malas cosechas en toda Cataluña, los problemas causados por el alojamiento y el pillaje de los ejércitos reales que tuvieron que ser enviados contra los franceses que habían atacado por el Rosellón en junio de 1639 tras su derrota en Fuenterrabía, provocaron el enfrentamiento y la revuelta en el verano de 1640. Los catalanes se levantaron al grito de “Visca el rei d´Espanya i muiren els traidors!”, aunque esto no suele ser recordado…
Un testimonio esencial para conocer lo sucedido en aquel tiempo es el de Francisco Manuel de Melo, general portugués al servicio de Felipe IV que fue protagonista directo de los hechos. En las memorias que escribió sobre la guerra de 1640 recogió, con gran simpatía hacia los civiles catalanes y crítica hacia la soldadesca, los diversos hechos que fueron agravando la situación. Uno de los motivos por los que los naturales experimentaron rechazo hacia los soldados, aparte de los desmanes cometidos en materia de alojamiento y pillajes, fue la percepción de muchos de ellos como extranjeros y herejes:
“Contenía el campo católico, además de los tercios españoles, algunos regimientos de naciones extranjeras, venidos de Nápoles, Módena e Irlanda, los cuales no sólo constan de hombres naturales, mas entre ellos se introducen siempre muchos de provincias y religiones diversas: los trajes, lengua y costumbres diferentes de los españoles, no tanto los hacía reputar por extraños en la patria, sino también en la ley: este error platicado en el vulgo del vino a extenderse de tal suerte, que casi todos eran tenidos por herejes y contrarios a la Iglesia”
El clima de desconfianza y enfrentamiento entre población y los soldados enturbió aún más las ya muy difíciles relaciones entre las instituciones del Principado y la Corona a causa de los intentos de ésta por uniformar administración, impuestos y levas, hasta extremo del ofrecimiento por la Diputación de Cataluña al rey francés Luis XIII del título de Conde de Barcelona.
LOS SEGADORES
Pero hemos de detenernos brevemente en el Corpus de Sangre (conocido así desde una novela homónima decimonónica), episodio esencial de la mitología nacionalista.
Ya con los ánimos desatados y la autoridad real, representada por el virrey Conde de Santa Coloma, en grave cuestión, los acontecimientos se precipitaron. Existía en Barcelona la tradición de que el día del Corpus Christi (que aquel año era 7 de junio) bajasen a la ciudad los segadores de las comarcas vecinas, lo cual sucedió este año de 1640 en unas circunstancias de desorden que se agravaron por la llegada de esta multitud de campesinos.
De nuevo seguimos el testimonio del testigo presencial Francisco Manuel de Melo. Es preciso señalar que, lejos de ser un observador profelipista o simplemente neutral, el portugués manifestó su simpatía por la causa de los rebeldes y en contra de las armas a las que él mismo estaba sirviendo, pues no en vano ese mismo año se entregaría a la causa independentista portuguesa. Relata de este modo la llegada de los segadores en Barcelona:
“Había entrado el mes de junio, en el cual por uso antiguo de la provincia acostumbran bajar de toda la montaña hacia Barcelona muchos segadores, la mayor parte hombres disolutos y atrevidos, que lo más del año viven desordenadamente sin casa, oficio o habitación cierta: causan de ordinario movimientos e inquietud en los lugares donde los reciben (…) temían las personas de buen ánimo se llegada, juzgando que las materias presentes podrían dar ocasión a su atrevimiento en prejuicio del sosiego público”.
Continúa Melo describiendo el comienzo del enfrentamiento con las tropas reales:
“Señalábase entre todos los sediciosos uno de los segadores, hombre facineroso y terrible, al cual queriendo prender por haberle conocido un ministro inferior de la justicia (…) resultó de esta contienda ruido entre los dos: quedó herido el segador, a quien ya socorría gran parte de los suyos. Esforzábase más y más uno y otro partido, empero siempre ventajoso el de los segadores. Entonces alguno de los soldados de milicia que guardaban el palacio del virrey tiraron hacia el tumulto, dando a todos más ocasión que remedio”.
Tras la generalización de los desórdenes, los segadores se dieron al saqueo:
“A este tiempo vagaba por la ciudad un confusísimo rumor de armas y voces; cada casa representaba un espectáculo, muchas se ardían, muchas se arruinaban, a todas se perdía el respeto y se atrevía la furia: olvidábase el sagrado de los templos, la clausura e inmunidad de las religiones fue patente al atrevimiento de los homicidas”.
Continúa Melo relatando que a los soldados y funcionarios castellanos se los mataba y despedazaba, y a los propios barceloneses se les asesinaba bajo acusación de traidores por no apoyar la revuelta y ayudar a los soldados.
“Fueron rotas cárceles, cobrando no sólo la libertad, mas autoridad los delincuentes”.
Finalmente, las turbas dieron muerte al virrey, Dalmau de Queralt, conde de Santa Coloma, al intentar embarcar para escapar de los amotinados, y continuaron el saqueo. Numerosos testigos presenciales dejaron testimonio de las destrucciones, incendios, asesinatos y despedazamientos de cadáveres que se cometieron. Con el trasfondo de los desórdenes antigubernamentales, la revuelta evidenció un componente de revolución social contra la burguesía y aristocracia dominantes y de anárquica venganza de revoltosos y delincuentes, que se afanaron en asesinar a agentes de la justicia. El principal caudillo de los violentos acontecimientos fue Rafael Goday, escapado pocas semanas antes de la cárcel en la que se hallaba pendiente de ejecución. Otro de los cabecillas fue Sebastián Estralau, también forajido y exgaleote.
Ésta fue la revuelta de los segadores, episodio idealizado por el nacionalismo catalán como si se hubiese tratado de un alzamiento nacional y en el que se inspira el que denominan himno nacional catalán, de reciente creación y enseñado a los niños en los colegios de Cataluña.
En una Historia de Cataluña aparecida hace pocos años, de no oculta inspiración nacionalista, los autores recuerdan el carácter de la revuelta de 1640:
“El rey, la religión, Dios y el país permanecieron intocables a todas las proclamas d la revuelta. Ninguno de los resortes tradicionales fueron puestos en duda: “Viva el rey y muerna los traidores”, “Viva la fe y mueran los traidores y el mal gobierno”, eran consignas que no permitían ninguna clase de dudas”. J.Nadal i Farreras & P.Wolf, Historia de Cataluña, Ed. Oikos-Tau, Barcelona 1992, pág. 318.
LA MUTILACIÓN DE CATALUÑA
Durante el verano de 1640 fue extendiéndose la revuelta social por otras zonas de Cataluña, asesinándose a todo aquel que representase algún poder: funcionarios reales, soldados, nobles o simplemente ricos.
Mientras tanto, la tensión entre el gobierno y la diputación catalana no hizo sino aumentar, por lo que Olivares dispuso que un ejército entrase en Cataluña para acabar con el desorden. Pero Pau Clarís y otros representantes de la diputación ya habían comenzado las conversaciones con el gobierno francés en busca de ayuda. A principios de diciembre, mientras el ejército español entraba por el Sur, el francés lo hacía por el Norte.
Poco después, en enero de 1641, por iniciativa de Pau Clarís la Junta de Brazos, y el Consejo de Ciento proclamaba a Luis XIII de Francia Conde de Barcelona. Al mes siguiente moría Clarís. Prácticamente nadie –ni el clero, ni la nobleza, ni los responsables municipales, ni el pueblo en su conjunto- secundó las decisiones de Clarís y los suyos, a los que consideraban traidores. Los delegados de la Diputación en los pueblos y comarcas de toda Cataluña conocían mejor que los dirigentes barceloneses el estado de opinión de los catalanes, más adictos a España que a Francia y a dichos dirigentes. Las masivas negativas a acatar las normas emanadas de la Diputación de Cataluña y de las autoridades francesas tuvieron por consecuencia la prisión, la confiscación y el destierro de muchos y el exilio voluntario de muchos más, aumentando el número de los antifranceses con el paso del tiempo. Aparte de las poblaciones que se habían mantenido fieles a Felipe IV pronto otras se sumaron a la rebelión contra los franceses, como Reus, Lérida, el valle de Arán, Tarragona, etc.
Además, las impopulares medidas tomadas por el rey francés pronto empezarían a evidenciar a las oligarquías barcelonesas el error cometido. A comienzos de 1643 las autoridades catalanas elevaron al rey francés un memorial de sus desgracias, pues el maltrato por parte de la soldadesca y los desafueros de las autoridades enviadas desde París empezaban a hacer añorar los tiempos anteriores, aun con Conde-duque de Olivares incluido. Se denunció a las autoridades francesas que estaban cometiendo los mismos desafueros que habían originado todo el conflicto.
Pedro de Marca, enviado francés a Cataluña en 1643, Consejero de Estado y posteriormente arzobispo de París, escribía:
“Me he confirmado en la opinión de que en Cataluña todo el mundo tiene mala voluntad para Francia e inclinación por España (…) Tengo todos los días nuevas pruebas de que los religiosos, los nobles y el pueblo son muy malintencionados para el servicio del rey (de Francia) (…) ningún partido es pro-francés”.
El marqués de Brezé, virrey francés de 1642 a 1645, escribió igualmente que entre los catalanes “solo veía caras hostiles y sospechosas”, y que ya empezaban a temer que el único interés de la participación de Francia en Cataluña era quedarse el Rosellón.
En 1842, con motivo de una reedición de la obra de Melo, el historiador catalán Jaime Tió añadió varios capítulos al original del portugués, que alcanzaba tan solo hasta el fracasado ataque realista a la fortaleza de Montjuich en los primeros meses del conflicto. Como a continuación Melo se dirigió a Portugal a colaborar en la guerra que libraban sus compatriotas, cesó su presencia en el teatro de operaciones catalán. Tió elaboró un resumen de los acontecimientos que se sucedieron durante los diez años más que duró la guerra hispanofrancesa hasta la victoria final española en 1652. Para ello acudió a fuentes documentales coetáneas de los hechos narrados, depositados en el Archivo de la Corona de Aragón, varios de los cuales insertó en el propio texto. Escribe Tió sobre el crecimiento del ambiente proespañol y antifrancés:
“Mostráronse hostiles a cara descubierta los paisanos, y mostraban ya más buena faz a los castellanos que a sus aliados, a quienes miraban con adusto ceño. Vitoreóse España en muchas partes, gritóse muera Francia, y a mansalva pagaron algunos franceses con la vida”.
Tras los repetidos reveses del ejército francés, muchos catalanes fueron encaminándose hacia Barcelona junto con los ejércitos españoles, que avanzaban sobre Cataluña siendo recibidos por la población con vivas a España y mueras a Francia.
“Su número llegó a tal punto, que la ciudad pensó ver repetidas las escenas sangrientas del año cuarenta”.
Pero esta vez contra los franceses y sus colaboradores.
La Diputación de Cataluña, reunida en Manresa, acordó expresar su fidelidad al rey español. En palabras de Tió:
“Ésta, habido consejo, y bien meditado que bajo el poder de España no había tenido jamás que sufrir desacatos y contrafueros más que cuando un ministro se le había mostrado enemigo, pensó que no existiendo ya tal (Olivares fue destituido en 1643), valía más someterse otra vez al rey, fiando su benignidad y prudencia, que continuar en alianza con los franceses, de quienes Cataluña había sufrido todo linaje de injurias y toda especie de agravios”.
El conflicto finalizó en 1652 con la victoria de Felipe IV y el perdón general, como leemos en la carta de D. Juan de Austria, hijo de Felipe IV, otorgando el perdón en su nombre, de 11 de octubre de 1652:
“de todos los excesos y delitos cometidos desde el año 1640 hasta el día de hoy, sin exceptuar persona, ni delito de cualquier género, condición o calidad, aunque de crimen de lesa magestad, sino es de D. José Margarit, que como principal causa de los daños que se han padecido y por la obstinación con que persevera con sus errores, no es digno de gozar de este beneficio”.
Pero la victoria se consiguió al precio de la pérdida del Rosellón y parte de la Cerdeña, que por derecho de conquista pasaron a manos francesas a pesar de haber manifestado sus habitantes el deseo de volver a integrarse en España, para lo cual incluso se alzaron violentamente contra las tropas francesas.
De esta pérdida, causada por la traición de las instituciones catalanas y su negativa inicial en reclutar tropas para la defensa de su propia frontera (aunque cuando lo hizo fue en número insuficiente) en un momento en el que la Guerra de los Treinta Años obligaba a España a un inmenso esfuerzo militar en las cuatro esquinas de Europa, los nacionalistas acusan hoy, paradójicamente, a España. Por ejemplo Rovira i Virgili escribió esta tendenciosa acusación olvidándose de que el factor fundamental para establecer la nueva frontera fue el hecho consumado de la conquista francesa de dichos territorios:
“El condado del Rosellón y buena parte del de Cerdeña quedaron, sin embargo, en poder de Francia, debido a la mala voluntad o a la torpeza de la diplomacia española”.
En la página web de Convegencia Democrática de Catalunya podemos leer la interpretación nacionalista:
“En 1640, la guerra entre Castilla y Francia tuvo como víctima a Cataluña, y fue repartida entre las dos partes”.
Poco después de la firma del Tratado de los Pirineos (noviembre de 1659) Luis XIV se apresuró a eliminar el régimen foral tradicional, sustituyéndolo por la legislación general francesa. En junio de 1660 firmó el edicto por el que ordenaba la supresión para el Rosellón y la Cerdeña del Consejo Real de Cataluña, la Diputación y todas las demás instituciones catalanas. Diez años después, el 2 de abril de 1670, el Rey Sol prohibía el uso oficial del catalán por ser “contrario a mi autoridad y al honor de la nación francesa”. Por el contrario, Felipe IV no tocó el régimen foral catalán, que quedó incólume.
Este conflicto quedó en la memoria de los catalanes, quienes todavía fueron atacados por la Francia de Luis XIV en varias ocasiones durante las décadas siguientes. Margarit encabezó uno de estos intentos de recuperación de Cataluña, pero los propios catalanes se encargaron de repelerlo. Durante cuarenta años los enfrentamientos bélicos de menor o mayor envergadura entre españoles y franceses fueron constantes en la frontera catalana. Los roselloneses siguieron dejando claro que para ellos era una injuria el considerarlos franceses.
El odio antifrancés –ya viejo en la Corona de Aragón secularmente enemiga de Francia durante toda la Edad Media- sería muy importante cuando medio siglo después se plantease en España el conflicto dinástico entre habsburgos y borbones a la muerte de Carlos II. No en vano gabacho, el término despectivo para referirse a los franceses, es palabra catalana.
Finalizó su relato Tió con estas palabras relativas al conflicto bélico que ensangrentaría Cataluña medio siglo después y a la fidelidad demostrada por los catalanes a España y a la dinastía habsbúrgica:
“Dígalo si no su tesón y el poderoso brío con que defendió a la casa de Austria medio siglo después, cuando alegando derechos el archiduque Carlos y el duque de Anjou, aspiraban entrambos a la corona de España. ¿Qué provincia mostró mayor entereza, ni dio mayores pruebas de su sincero amor que Cataluña? ¿Cuál derramó más sangre propia y enemiga? ¿Cuál combatió con más denuedo? Tenía viva en el alma la imagen de la guerra que hemos descrito, recordaba el abandono de Francia, y acusaba su mala fe (…) y no olvidando que sus derechos habían sido acatados siempre por los antecesores de aquel rey (Felipe IV), hubiera gritado viva España y lo gritó, aun perdida toda esperanza”.
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