El Bienio Progresista (la revolución tranquila, 1854-1856) y la Unión Liberal (1856-1868)

El pronunciamiento de los generales Leopoldo O’Donnell, Domingo Dulce y Francisco Serrano en la localidad madrileña de Vicálvaro el 28 de junio, tuvo un resultado incierto que terminó en retirada. Sin embargo, la sublevación, que amenazaba en ciudades como Barcelona, Valladolid, Madrid o San Sebastián con radicalizarse hacia la izquierda al formarse juntas revolucionarias, fue reconducida hacia posturas más moderadas con el programa de reconciliación entre progresistas y moderados expreso en el Manifiesto de Manzanares redactado por Antonio Cánovas del Castillo, entonces un joven representante de los puritanos, ala izquierda del partido moderado. El manifiesto, que vio la luz el 7 de julio de 1854, abogaba por la recuperación de la dignidad moral de la dinastía borbónica, una especie de actualización del tradicional grito castellano de ¡Viva el rey y muera el mal gobierno! (“Nosotros queremos la conservación del trono, pero sin la camarilla que lo deshonra”), y proponía una especie de plan de reconciliación nacional con medidas del agrado del progresismo como la autonomía de los municipios, la rehabilitación de la Milicia Nacional y leyes electorales y de imprenta más aperturistas. Impelida por la situación, la reina Isabel II llamó a gobernar al viejo líder de los progresistas, Espartero, retirado en Logroño desde su regreso de Inglaterra en tiempos de Narváez. De todas maneras, el verdadero hombre fuerte del poder era O’Donnell, nombrado ministro de Guerra. Se iniciará así un corto período de reformas que conocemos como el Bienio Progresista.

Para las elecciones de noviembre de 1854 se aplicó, significativamente, la Ley electoral de 1837, de censo más amplio, que permitió que por vez primera el partido demócrata estuviera representado en las Cortes con veinte diputados. Fue el momento elegido por los progresistas puros, partidarios de no conceder nada a los moderados, como Olózaga o Pascual Madoz, para promover la elaboración de una nueva constitución. Texto legal ya terminado en 1856 pero nunca promulgado debido al corto tiempo de gobierno progresista. La Constitución non nata de 1856 recogía toda la doctrina tradicional del progresismo: soberanía nacional, autonomía municipal, rehabilitación de la Milicia Nacional, libertad de culto, recuperación de la figura de la diputación permanente para los períodos no activos de las cámaras y el establecimiento de un Senado electivo que eliminaba la existencia de los próceres vitalicios. Fueron también trascendentes las medidas económicas del Gobierno progresista como la repoblación forestal, la Ley del ferrocarril (1855) que permitió eliminar barreras para su expansión, la potenciación del telégrafo y de las obras públicas y la publicación de las leyes de sociedades anónimas de crédito y minas (1856), que modernizó la banca. Pero sin duda el acto más trascendente fue la desamortización civil de la propiedad comunal llevada adelante en mayo de 1855 por el titular de la cartera de Hacienda, Pascual Madoz.

Por esta medida, se nacionalizaban y ponían en venta los bienes de propiedad municipal (los llamados propios y comunes), las propiedades de las instituciones de caridad, las tierras de las órdenes militares y una parte relativamente importante de la propiedad eclesiástica desamortizada que restaba por venderse. La experiencia de la desamortización de Mendizábal hizo que se obligase a los postores a pagar en metálico, permitiendo tan sólo en casos excepcionales el pago con títulos de la deuda. Sin embargo, al no contar el campesinado con facilidades crediticias, el pago en efectivo no solucionó nada, y los títulos de propiedades revertieron, de nuevo, en los absentistas más poderosos. Por otra parte, con la venta de una parte importante de sus recursos, los ayuntamientos vieron supeditada su Hacienda a la voluntad del poder central.

Mientras esto ocurría, la situación del país se hacía cada vez más difícil. Arreciaron las protestas populares contra el odiado impuesto de consumos, aparecieron de nuevo partidas carlistas en Cataluña y la conflictividad obrera paralizó Barcelona. Allí, el asociacionismo obrero, de reciente creación, convocó en julio de 1855 la primera huelga general de la historia de España, en demanda del derecho de asociación obrera y de mejoras en las condiciones del trabajo. A la vista de la situación, O’Donnell, en forma de autogolpe de Estado, exigió y obtuvo de la reina en julio de 1856 el cese de Espartero y la formación de un gobierno presidido por él mismo, encargado de reprimir duramente las protestas progresistas y las algaradas obreras catalanas. Disolvió las Cortes, la Milicia Nacional, los ayuntamientos y las diputaciones provinciales y restableció, con variaciones aperturistas mínimas a través de un acta adicional, la Constitución de 1845.

La Revolución tranquila de Leopoldo O’Donnell permitió a la Corona soñar con la vuelta de los moderados, su opción favorita. La crisis surgió en octubre durante una fiesta en palacio: en un acto propio de ópera bufa, la reina bailó un rigodón con Narváez para significar sus preferencias políticas, O’Donnell, consciente de la situación, presentó la dimisión y el duque de Valencia regresó al poder, dando lugar a un corto período conocido como el Bienio Moderado (1856-1858). Tan pronto regresó a la presidencia, Narváez comenzó a modificar la legislación en el sentido qué cabía esperar, sin embargo eran otros tiempos y los presupuestos centristas y conciliadores que muy pronto cristalizarían en la formación de la Unión Liberal con O’Donnell al frente, estaban ganando muchas voluntades en las filas de unos y otros. Aun así, los moderados tuvieron tiempo de fundar a finales de 1856 el Banco de España, heredero del Banco Español de San Fernando, creado para custodiar las reservas metálicas del Estado, emitir la mayor parte de la moneda circulante y ayudar a robustecer la Hacienda pública. Al frente se puso al prestigioso Ramón de Santillán, artífice de la reforma fiscal. Se aprobó también la duradera Ley Moyano de educación (1857) que regulaba la enseñanza en sus tres niveles y preveía la forma de provisión de las plazas del profesorado. Pese a todo, el retorno a los presupuestos moderados de gobierno no era ya posible, los progresistas dominaban la calle y la revolución, esta vez con tintes sociales, era una posibilidad nada lejana. De esta manera, la reina tuvo que comprender finalmente que la única posibilidad de recuperar el orden era a través de la Unión Liberal y llamó a O’Donnell a gobernar. Los sectores más inmovilistas de los viejos partidos progresista y moderado calificaron la Unión Liberal de “invento gubernamental” o consorcio inmoral formado para atraer a políticos fracasados de ambas facciones hambrientos de cargos; sin embargo, la fórmula dio resultado y se mostró como una contribución positiva hacia el realismo político, reconciliadora de intereses y nada dogmática. Así, se inauguró un período de estabilidad, con el Gobierno más duradero de todo el siglo.

El Gobierno largo (1857-1863) de Leopoldo O’Donnell pudo formarse gracias al concurso de los políticos progresistas y moderados menos dogmáticos, partidarios de la “tercera vía”, del eclecticismo y de la conciliación. Procedían tanto del moderantismo puritano (Ríos Rosas, Pacheco, Nicomedes Pastor Díaz, Borrego, Alonso Martínez) como del progresismo acusado de resellado por sus antiguos compañeros (Evaristo San Miguel, Cortina, Juan Prim, Modesto Lafuente, Alejandro Mon). El triunfo electoral en 1858 y la bonancible situación económica le permitieron a O’Donnell iniciar un período caracterizado por la estabilidad política y la prosperidad económica. Al primero de estos aspectos contribuyeron poderosamente los amaños electorales de José Posada Herrera al frente del Ministerio de la Gobernación, potenciando una práctica fraudulenta en las urnas que será endémica en España. Al segundo, los ciclos naturales de la economía capitalista y el decisivo papel jugado por los beneficios de la desamortización de Madoz y la expansión del ferrocarril que movieron, como veremos más adelante, inmensas cantidades de dinero. El relanzamiento de la desamortización al restablecer la Ley Madoz de 1855 y firmar en 1859 un convenio con el Vaticano para que determinados bienes de la Iglesia, a cambio de títulos de la deuda, pudiesen ser vendidos por el Estado, permitió sanear las cuentas de la Hacienda y revitalizar las obras públicas, con fuertes inversiones en la construcción de carreteras, en los astilleros navales y en la mejora de los servicios del Estado, especialmente en la extensión del telégrafo y del correo. También ayudaron a articular la economía algunas medidas liberalizadoras tomadas con anterioridad como la Ley hipotecaria (1853) y la nueva Ley de minas (1859). Una especie de euforia de la opulencia, mucho más aparente que real, dominó la conciencia burguesa de estos tiempos, dividida, eso sí, entre los industriales proteccionistas, especialmente los catalanes con Madoz y Joan Güell a la cabeza, y los comerciantes y consumidores librecambistas, germen de muchas desavenencias en el seno de la Unión Liberal y una de las principales causas de su ruina final.

En el orden político, O’Donnell gobernó con el mismo aparejo legislativo que proponía la Constitución de 1845, sin derogar nada pero haciendo una interpretación aperturista, flexible y tolerante del cuerpo legal. Fue un hecho la reactivación de la política exterior española, con una serie de empresas ultramarinas, sombra de las de Napoleón III, de más fama que resultados. Así, en agosto de 1858, se envió una expedición a la Cochinchina (Indochina) en apoyo de la expansión colonial francesa. Con la misma orientación política se intervino en 1861 en México, junto a Francia e Inglaterra, para exigir a Juárez el pago de la deuda externa. En 1864 se recuperó de manera efímera Santo Domingo para la soberanía española aprovechando el temor de la población a las ambiciones anexionistas de Haití y a la presión de Estados Unidos. Con todo, la que tuvo más éxito fue la expedición a Marruecos con motivo de un ataque de las kabilas sobre la guarnición de Ceuta. España desembarcó un contingente de 100.000 hombres que iniciaron una campaña muy costosa en plena estación de lluvias que supuso 7.000 bajas, las dos terceras partes causadas por el cólera, que terminó con la conquista de Tetuán en febrero de 1860. En la práctica se logró poca cosa: por el Tratado de Wad-Ras, la cesión del pequeño territorio de Ifni y garantías legales para la conservación de las plazas de la costa, sin embargo, en palabras de O’Donnell, España “se había levantado de su postración”, es decir, se había deshecho de parte de su frustración por la pérdida de importancia en el concierto internacional. De hecho, la euforia por el triunfo fue extraordinaria si tenemos en cuenta lo poco que se había conseguido. Prim accedió a la mitología nacional por su victoria sobre las kabilas en Castillejos (enero de 1860) que le aportó el ducado del mismo nombre.

Finalmente y con todo, la Unión Liberal no sobrevivió ni a su propio eclecticismo ideológico ni a su frágil unidad interna. Bajo la presión que suponía gobernar, el partido “babélico” que era la Unión Liberal comenzó a desintegrarse. Sufriendo por un lado la presión ultraconservadora del entorno de la Corona, en especial influida por el neocatolicismo del confesor de la reina, Antonio María Claret, y por otro la de los “puros” progresistas de Olózaga y la de los demócratas de Nicolás Rivero, fue incapaz de mantener la unidad y pronto comenzaron las disidencias: Ríos Rosas, uno de los fundadores, en 1860, poco después Mon, Alonso Martínez y el propio Prim, autoconsiderado ahora líder del progresismo. Al final, comprobada la hostilidad de Isabel II que no le permitió disolver las Cortes para buscar nuevas mayorías, O’Donnell se vio en la obligación de dimitir el 27 de febrero de 1863, dando paso a una larga serie de gobiernos cortos y débiles que fueron la palpable muestra de que el sistema estaba periclitado. Tanto es así, que los partidos de la oposición, los progresistas entre ellos, optaron por el llamado “retraimiento”, es decir, por inhibirse de la participación política según la legalidad existente, prefiriendo la conspiración revolucionaria contra los gobiernos de una reina considerada el principal obstáculo para el desarrollo constitucional. Pocos querían ya pasar la vergüenza de ser llamados a Palacio. Se trataba, en fin, de la quiebra de la ideología moderada defensora del liberalismo doctrinario, dominante en el tránsito del Antiguo Régimen a la España liberal. Significativamente, el período se cerrará con el fallecimiento de sus principales artífices políticos, O’Donnell (1867) y Narváez (1868). Este último no sin antes dar la última muestra de su humor andaluz: “No tengo enemigos —dijo en su lecho de muerte—, los maté a todos...”

España, la crisis del Antiguo Régimen y el siglo XIX
Juan Granados, 2013