Y el nuestro cazando elefantes y ligando con Corina

Nosotros, los Orange
J.M. BALLESTER

Desde la ONU hasta la Comisión Europea, pasando por los think-tanks más influyentes, los miembros actuales de la Familia Real Holandesa, mientras cortan cintas y visitan hospitales, han sabido colocarse en lugares decisivos del poder mundial. Lo llevan en los genes: solo en la época contemporánea, la reina Guillermina y el príncipe Bernardo hicieron gala de un apetito de poder e influencia desmesurados. Hoy, sus descendientes siguen la tendencia de manera más discreta pero no menos eficaz.

De casta le viene al galgo, dice el refrán, y los Orange-Nassau, la dinastía que rige los destinos de los Países Bajos desde que dio a las tierras batavas los primeros estatúderes allá por el siglo XVI, no son una excepción; más si cabe cuando se trata de desenvolverse como peces en el agua en las redes de poder de cada época. Las limitaciones impuestas por el sistema de monarquía constitucional nunca han sido un impedimento para que los sucesivos dinastas de La Haya en la época contemporánea campen a su anchas. Una mentalidad perfectamente personificada, sin ir más lejos, en la reina Guillermina (1880-1962), abuela de la todavía reina Beatriz. A lo largo de un reinado que duró casi seis décadas -ciñó la corona con 8 años, empezó a ejercer con 18 y abdicó con 68-, su fuerte personalidad se hizo notar en los acontecimientos que marcaron la vida de los Países Bajos durante ese periodo de tiempo.

Por ejemplo, a principios del siglo XX convenció al Gobierno de turno para que enviase un buque de guerra a Sudáfrica para rescatar a Paul Krueger, el presidente del Transvaal derrotado por los británicos en la Guerra de los Boers; pensó la soberana que quedar bien con quien consideraba como un compatriota estaba por encima de las relaciones con Londres.

Semana roja
Tampoco se arredró la reina cuando, nada más acabar la I Guerra Mundial -conflicto en el que los Países Bajos optaron por la neutralidad-, los Aliados intentaron disuadirla para que no acogiera a Guillermo II de Alemania, al que querían juzgar. El empeño de Guillermina hizo que el kaiser disfrutara de casi un cuarto de siglo de tranquilo exilio en un palacete de la ciudad holandesa de Doorn.

El mismo mes en que llegaba a los Países Bajos el derrocado emperador, en noviembre de 1918, el líder socialista Pieter Jelles Troelstra quiso aprovechar la ola revolucionaria que asolaba a Europa e inició, desde Rotterdam, una “semana roja” con el objetivo de acabar -de forma pacífica, eso sí- con el sistema y con la Monarquía. Pero Jelles Troelstra no sabía a quién tenía enfrente: Guillermina se subió en una carroza junto a su única hija Juliana y ambas se dieron baños de masas por las calles. Desde entonces nadie ha vuelto a cuestionar la permanencia de los Orange en el trono.

Dicho esto, la comprobación in situ de la popularidad no significó que los años siguientes fuesen fáciles. Pese a que fue en ese periodo de entreguerras cuando los Países Bajos terminaron de convertirse en una potencia económica, el ambiente político requirió la discreta pero firme intervención regia: Guillermina no se privaba de opinar sobre los asuntos de Estado al tiempo que se arraigaba su profundo desprecio hacia la mayoría de los políticos.

Sin embargo, lo mejor -o lo peor, según se mire- del fuerte carácter de la reina estaba por llegar y la II Guerra Mundial –esta vez los Países Bajos sí que estuvieron involucrados de lleno– fue el acontecimiento que permitió que aflorara. Ocupado el país por la Alemania nazi y exiliados en Londres la reina y su Gobierno, en la capital británica la irritación de Guillermina para con los políticos fue en aumento; solo quedaba encontrar el momento para actuar.

El inoportuno fue el primer ministro Dirk Jan de Geer, que creyó que los Aliados nunca ganarían la contienda y abogó por una paz separada con Alemania. En un primer momento, Guillermina –que galvanizaba a su pueblo con sus intervenciones radiofónicas y pronunció un memorable discurso ante el Congreso de Estados Unidos– calló pero no paró de maniobrar entre bambalinas hasta que logró la salida de De Geer. No es de extrañar que Churchill la considerase como “el único hombre” que había entre los Gobiernos exiliados en Londres.

La vuelta al país liberado supuso un trago amargo para Guillermina. De entrada, los políticos de antes de la guerra volvieron -y sus costumbres con ellos- a hacerse con las riendas del poder; pero fue la incomprensión de Guillermina hacia el movimiento independentista en las Indias holandesas -lo que hoy es Indonesia- lo que acabó por llevarla hacia la abdicación. Se dio cuenta del impacto negativo de su actitud y cedió la corona a su hija, inaugurando de esta forma la era de las “abdicaciones a la holandesa”, tranquilas y previsibles.