Juan de Espina,el "Da Vinci" español

Por: Javier García Blanco

 Pocos personajes excitaron tanto la imaginación de los españoles del siglo XVII como el enigmático erudito don Juan de Espina, un clérigo de origen cántabro que, gracias a las maravillas que había logrado reunir en su casa de Madrid, asombró a plebeyos, nobles y reyes, dejando tras de sí una increíble leyenda que perduró durante siglos.

Fue peregrino este caballero en vida y en muerte, y todo ha dado ocasión para que se hable de sus acciones con variedad. Dios le haya perdonado…” Con estas llamativas palabras, escritas a comienzos del año 1643, el jesuita madrileño Sebastián González recordaba a quien sin duda alguna fue uno de los personajes más singulares –y desconocidos– del Siglo de Oro español: el clérigo y coleccionista don Juan de Espina.

Una figura que, a pesar de la enorme fama que cosechó en su época –y en especial en la Villa y Corte–, sigue envuelta en numerosos interrogantes, pues no pocos rumores, leyendas y multitud de obras literarias e incluso dichos populares acabaron por distorsionar y desdibujar su ya de por sí misteriosa biografía, salpicada aquí y allá de alusiones a artilugios maravillosos, tesoros increíbles y coqueteos con la magia y el mismísimo Diablo.

En la actualidad se conservan apenas un puñado de fuentes contemporáneas sobre su persona, entre las que se cuentan varios textos redactados por él mismo, menciones de algunos artistas y religiosos –como el ya citado jesuita Sebastián González– y una breve biografía atribuida, sin demasiada certeza, al mismísimo Francisco de Quevedo, quien habría tenido ocasión de tratarlo en persona. El resto son por lo general menciones en obras literarias (novelas, comedias, entremeses y otras piezas teatrales) en las que, como veremos, su figura acabó en gran medida mitificada.

Gracias a los pliegos en los que se recogen sus últimas voluntades, sabemos que Juan de Espina Velasco –ese era su nombre completo– nació hacia 1563 en el seno de una familia hidalga de origen cántabro (el texto atribuido a Quevedo lo presenta como “caballero montañés de muy conocida calidad”), cuyas raíces radicaban en la localidad de Ampuero, donde sus antepasados habían erigido una notable casa de piedra conocida como Torre de la Bárcena.

Al parecer, los grandes servicios prestados por su padre, quien había ejercido como contralor (una especie de administrador o contable de los bienes y finanzas reales) de Felipe III, le sirvieron para que el monarca consiguiera para él un beneficio eclesiástico de unos 5.000 ducados anuales, una pequeña fortuna que Espina terminaría aprovechando para dar rienda suelta a sus numerosas inquietudes intelectuales.

Esta prebenda, concedida en Sevilla en la época en que ocupaba la cátedra episcopal el arzobispo Fernando Niño de Guevara (entre 1600 y 1609), parece haber sido el origen de su carrera eclesiástica. De su vida anterior poco sabemos a excepción de que, según la biografía supuestamente escrita por Quevedo, destacó en el uso de las armas: “En la más floreciente juventud, trató de las armas, y en la práctica ejecutó con mucha aprobación las verdades de la teórica”.

Con los años, y una vez ordenado sacerdote, don Juan de Espina abandonó las espadas para sustituirlas por el estudio y la práctica de la música, disciplina ésta en la que, a decir de sus contemporáneos, destacó notablemente. Según Quevedo, su destreza tocando la lira era tal que de sus cuerdas obtenía “prodigios”, generando notas cuya armonía era causa de asombro y alabanza de los maestros de su tiempo. Entre dichos maestros se encontraban varios músicos de la Real Capilla como Francisco Valdés, Henry Butler, Mateo Romero (‘Maestro Capitán’) o Bernardo Clavijo. Algunos de ellos, en opinión de historiadores actuales, podrían haber formado parte de una de las habituales “academias” que prosperaron en aquella época, y que Juan de Espina habría organizado en su propia casa del Madrid de los Austrias.

Allí, rodeados de los múltiples tesoros y maravillas que acabarían por darle fama de brujo y nigromante, el clérigo compartió sus especulaciones musicales con sus amigos y colegas músicos a quienes, entre otras cosas, enseñó una nueva técnica para afinar guitarras y vihuelas, añadiendo más trastes a los mástiles de estos instrumentos. Aunque la “obsesión” musical de Espina perduró toda su vida –como se desprende del Memorial que el clérigo envió al rey Felipe IV en 1632–, se desarrolló de forma más especial durante las dos primeras décadas del siglo XVII.

A partir de entonces, Juan de Espina parece haberse dedicado por entero a sus otras pasiones: el estudio de las matemáticas y de los astros, y el coleccionismo de los más variados objetos, desde artilugios mecánicos y científicos, hasta libros y valiosísimas obras de arte, que pasaron a formar parte de su ‘gabinete de maravillas’ (ver recuadro). Pasiones éstas que, por otra parte, acabaron por convertir a su casa de la calle San José (hoy calle Puebla, tras la Gran Vía) en el blanco de rumores y leyendas que afirmaban que la vivienda estaba encantada, y que su propietario era un poderoso brujo y nigromante.

De la curiosidad y vastos conocimientos que alcanzó Espina da buena cuenta Quevedo –o al menos la biografía que se le atribuye a su pluma–, cuando asegura que “hizo tan delgada inquisición en las artes y las ciencias que averiguó aquel punto donde no puede arribar el seso humano”.

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Para mí, el Da Vinci español era Jerónimo de Ayanz. No obstante, me parece muy interesante Juan de Espina.

1602: Jerónimo de Ayanz, pionero de los grandes inventos
El 2 de agosto de 1602 don Jerónimo de Ayanz Beaumont probaba, en aguas del Pisuerga, su nuevo invento. Entre los ilustres presentes se encontraba el rey Felipe III, que presenciaba atónito el espectáculo. Un hombre embutido en un curioso traje de buzo permanecía durante una hora larga sumergido en el río hasta que el rey, aburrido, ordenaba su salida. El experimento había sido un éxito. Ayanz podía sumar un nuevo invento a su lista. En 1606, cuando el Rey le conceda patentes de todos ellos advertirá que tiene medio centenar. Los hay de todos los tipos, Jerónimo es ingeniero, militar, músico, cosmógrafo y pintor. Algunos serán anecdóticos, otros, como la primera máquina de vapor de la historia, deberían elevarlo a los altares de la ciencia.
Jerónimo de Ayanz y Beaumont nace en una familia de la alta nobleza navarra y, aún joven, emprende carrera política y militar. Como soldado combatió en San Quintín, Túnez y Flandes, donde se distinguió ya como personaje de fama, hasta el punto de que Lope de Vega le dedicó una comedia. Dicen que de joven tenía una fuerza descomunal y era capaz de doblar vigas y arrancar rejas, todo un derroche de cualidades para quien habría de sorprender al mundo por la musculatura de su cerebro.
Fue después de la guerra, asentado como administrador de minas, cuando llegarían sus inventos. Creó un sifón de desagüe, sistemas de extracción mecánicos, molinillos, hornos y balanzas de precisión. Pero su invento esencial, aquel que pudo acuñar una revolución industrial de sello español adelantándose décadas a los ingleses, fue la máquina de vapor. La suya se empleó como sistema de refrigeración de la mina. Por un lado empleaba la fuerza del vapor para empujar el agua sobrante a través de un circuito y por otro aprovechaba ese mismo mecanismo para refrigerar el aire valiéndose de nieve. Fue su gran invento, pero no el único.
Ayanz creó una barca submarina con brazos mecánicos, un destilador de agua marina, un sistema de aire acondicionado perfumado, añadió a su traje de buceo vejigas de aire accionadas por fuelles... Todo un Leonardo da Vinci de Navarra, que superó como inventor al maestro italiano porque nunca se conformó con proyectos en papel, sino que diseñó prototipos de todos sus inventos.